Diario de viaje a Sudamérica
Tuesday, November 16, 2004
 
Diario de un mochilero en Brasil

BRASIL
Este es el diario que escribí durante un viaje realizado durante el año 2003 por Brasil, Perú, Bolivia y Paraguay. La idea es escribir un libro de viajes para que el lector que no se atreve a dar el salto a la aventura tenga una impresión real de lo que supone un viaje de estas características.
Actualmente estoy pasando mis notas a word, y conforme vaya obteniendo una versión legible, la iré añadiendo a este blogg.
Si quieres hacerme llegar algún comentario, escríbeme a elberges@terra.es
Muchas gracias.
César Gracia Berges

16 de Febrero

Se apacigua el miedo.
Hubiera preferido comenzar de otra manera. A estas alturas me consideraba ya un viajero experimentado. Pero estoy temblando como la primera vez que, a punto de desembarcar en una ciudad lejana y desconocida, miraba por la ventanilla del autobús. Al igual que entonces, el trayecto hasta este destino nuevo no me había puesto especialmente nervioso; pero la inminencia de la llegada, la evidencia de la irreversibilidad de la aventura emprendida, transformaban las imágenes que el radiante sol me regalaba como descubrimiento, en una cacofonía de inquietud.
Aquella vez era Turín la que me recibía, con un mes por delante para recorrer Italia, sin otro medio que una bicicleta ya oxidada, una ligera mochila y una tienda de camping como todo alojamiento. Rebeca, mi querida compañera de andaduras por el mundo, sonreía para vencer mi seria expresión de preocupación. En el aparcamiento de la estación, el autobús que nos había traído hasta allí nos abandonaba a nuestra suerte, con nuestras mochilas amontonadas junto a dos pesados paquetes de cartón. En ellos se encontraban nuestras bicicletas, desarmadas para poderlas transportar en el portaequipajes. La luz desbordada del mediodía ayudaba a la dulce sonrisa de Rebeca a poner orden en mi mente, al borde ya del pánico. Incertidumbre, y un hilillo de "¿qué hago yo aquí?… debo de estar loco.", vaciaban mi estómago más que el hambre.
Sin perder un minuto, cortamos la envoltura de cartón, y esparcimos las partes por el suelo. Primero una, después la otra, montamos las bicicletas, casi acuciados de la prisa por sabernos compuestos y listos para empezar. La gente nos miraba con curiosidad al pasar, nos veían sudorosos y llenos de manchas de negra grasa. No acertaban quizás a adivinar que teníamos, además, el estómago en ayunas, y apenas habíamos logrado dormir un par de horas en la movida noche anterior. Sin embargo, los nervios habían desaparecido casi por completo, concentrados como estábamos en pensamientos más reales. Por fin teníamos listas nuestras monturas, nuestro particular Rocinante siempre dispuesto a ganar el horizonte, no como meta, sino como comienzo de cada siguiente etapa.
Rebeca y yo salíamos por primera vez a este tipo de aventura, la de no saber nunca dónde dormiríamos, qué camino escogeríamos en cada cruce, qué descubriríamos a la vuelta de la montaña. La experiencia fue tan excepcional, y tanto nos enriqueció, que después no dejaríamos pasar un año sin emprender aventuras parecidas. Juntos recorrimos Cuba y Tailandia, también en bicicleta. Siempre cocinando nuestra propia comida, acampando en bosques perdidos en medio de ninguna parte, dando en ellos rienda suelta a nuestra sensibilidad y romanticismo, respirando el aire, bebiendo de los manantiales que encontrábamos, bañándonos en lugares idílicos... Siendo completamente libres, en definitiva.
Nos hicimos expertos, más tal vez por necesidad que por vocación, en viajar sin lujos, pero sin privaciones, de manera que unas 15.000 pesetas dieran de sí todo un mes. Pero es que no se necesitaba más para viajar a nuestra manera: dormíamos en plena naturaleza, el más lujoso hotel que uno pueda encontrar, y que no cobra tarifa alguna a quien la sabe amar y tratar como se merece; comprábamos carne, patatas, sopas, huevos, fruta y todo lo necesario para una alimentación completa, en supermercados, cocinando después en nuestro camping-gas portátil. Si queríamos visitar una ciudad del tamaño de Florencia, por ejemplo, teníamos cuidado en acampar la noche anterior unos kilómetros antes de llegar a la ciudad, de manera que a la mañana siguiente, madrugando bien, en menos de una hora pudiésemos avistar sus torres sobre el horizonte, con todo un día por delante para recorrer sus calles y visitar sus monumentos. Por supuesto, con nuestras bicicletas siempre cargando en el transportín la mochila y la tienda bien plegada. Un par de horas antes de la puesta de sol, buscábamos la salida hacia nuestro próximo destino, asegurando así que la noche nos recibiera en su paz serena ya instalados en algún recodo escondido entre árboles, a ser posible cerca de algún río limpio en el que podernos lavar el sudor de un día de pedaleo al sol. Era uno de los mejores momentos del día. Ya lavados, después de cenar, nos intercambiábamos masajes para relajar los trabajados músculos que hacían una media de 90 kilómetros cada día. Nunca tuvimos ningún percance importante, y llegamos a pensar que no había imprevisto posible, desafío, o situación inesperada, a los que no supiésemos enfrentarnos y de los que salir airosos.
Esta manera básica y espartana de viajar nació por necesidad. Éramos estudiantes y nuestra única posibilidad para viajar era hacerlo de este modo. Sin embargo, la autenticidad de las sensaciones, de las experiencias que acumulábamos tan a pie de calle, nos llevaron a amar esta forma de aventura; cuando años después disponíamos del dinero necesario para viajar de otra manera más cómoda, seguíamos prefiriendo la romántica libertad de sólo depender de la fuerza de nuestras piernas, del amor que nos dedicábamos, y de la siempre benigna Naturaleza que nos acogía en su seno de madre comprensiva. Redescubrimos lo evidente: que cuanto más sencillas son las cosas, más gustosas se nos hacen. Nunca habían flotado en el aire aromas tan deliciosos, nunca las estrellas habían tenido tal brillo. Recuerdo días duros: no sólo amanecían días de sol y hojas verdes. Pero aprendimos a saborear aún más la libertad sintiendo la crudeza de la Naturaleza corriendo por nuestra frágil piel. Sentirnos vivos como nunca antes, a miles de kilómetros de casa, a veces empapados de la lluvia, ascendiendo un puerto de montaña con las bicicletas bien cargadas. En una de las ocasiones en que fui más consciente de ser parte de ese ser invisible que es la Naturaleza, se repetía la lluvia, hacía frío; apenas teníamos qué comer, por una mala previsión. No encontrábamos ningún lugar habitado donde alguien nos diera algo que llevarnos a la boca. Comenzaba a hacerse de noche, y aún nos molestaban las heridas que nos dejaran por la mañana, en medio de un aguacero insoportable, unas voraces sanguijuelas de las que abundan en el sureste asiático. La mayoría de las personas se hubieran derrumbado, pero Rebeca y yo teníamos una sonrisa de sincera felicidad dibujada en la cara. Con qué intensidad sentíamos la vida, con todas sus consecuencias. Con qué fuerza nos llenaba la Libertad, con toda su extrema rudeza. Esa noche nos acogieron unos guardabosques tailandeses, que pese a no hablar ni una palabra de inglés o cualquier otra lengua conocida por nosotros, nos dieron cena y un techo bajo el que dormir. Cuanto más agreste se pone la situación, más belleza hay en el final feliz que siempre viene a cerrar el capítulo. Porque, si no nos cuesta la vida, toda aventura acaba siempre felizmente.
Y a veces ayuda a subir la escarpada cuesta, en ese momento de desesperación en que gustosos abandonaríamos todo por un chocolate caliente en nuestra casita española, el tratar de imaginar, pensar en el final feliz que se puede dar por seguro en breve. Será en dos horas, será en dos días. Pero tarde o temprano llegará ese momento de deliciosa paz, sin hambre, sin frío, sin dolor y sin necesidad alguna. Recién duchados, recién cenados, tumbados en una cama limpia y acogedora. No hay más que imaginarse en ese momento, en ese futuro inminente, para que la rocha arriba no se haga tan empinada.
Hoy, tantos años después, ya no cuento con el mágico poder de su mirada. Rebeca y yo llegamos un día a un cruce de caminos. Elegimos distintas sendas, y nunca más volvimos a saber el uno del otro. Me acompañan su sabiduría y sus ojos verdes, pero no sus manos delicadas y poderosas.
El viaje que hoy emprendo es una aventura que supera a las otras. No durará un mes como las anteriores, sino unos seis meses. No tengo el apoyo de aquella niña junto a la cual parecía que nada podía salir mal. Ahora voy solo, conmigo sólo, en un viaje de descubrimiento del mundo y de mí mismo.
Miro por la ventanilla del avión, y se me hace un nudo en la garganta cuando aparece, varios miles de metros bajo mis pies, la costa de Brasil. No se trata de la segura Europa. No se trata de la plácida y amistosa Cuba, ni de la pacífica Tailandia. Se trata de una auténtica selva humana, llena de peligros pavorosos. Y ni siquiera llevo mi fiel Rocinante sobre el cual salir a la carrera si la cosa se pone fea. No traigo mi bicicleta para poder acampar en el bosque, oculto de las fieras humanas que pueblan las ciudades en el cambio de milenio, sin duda mucho más peligrosas que cualquier alacrán o serpiente venenosa que nos hayamos encontrado. Cuando pienso que apenas unas horas después pondré pie en Río de Janeiro, abandonado una vez más a mi suerte en un medio no sólo nuevo para mí, sino también proverbial y conocidamente hostil, un miedo incontrolable se apodera de mí.
Pero se va aplacando. Mis nervios suelen ser la suma potenciada de muchas cosas. La inseguridad ante lo desconocido. La inquietud por ser consciente de no tener casi nada bajo control, es decir, la amenaza latente de los imprevistos (¡pero qué es un viaje, más que la sucesión de los imprevistos que surgen a cada paso!). También la novedad de salir esta vez yo solo al ruedo... quién sabe, en el estado de ansiedad en que me encuentro puede influir incluso el miedo a perder el avión.
Y ésto último, aunque parezca de perogrullo, no es ninguna tontería. De hecho, misteriosamente, se me suele pasar buena parte del temor pre-viaje cuando por fin me veo embarcado, camino del punto de partida. Tal vez la sensación momentánea de que el primer paso ha salido bien, proporciona un prometedor alivio. Superado el primer peldaño, parece que el resto de la escalera se encuentra a nuestro alcance.
Ya, ya... Nos vemos dentro de unas horas a pie de calle en Río de Janeiro. Ya me contarás entonces si te dejaste o no los nervios en el aeropuerto de Barajas.
Cuando esta madrugada, aún de noche, me sentaba en la sala de espera de Barajas, sabía que no sólo me acababa de despedir de mi familia. A ellos los veré dentro de unos seis meses, suponiendo que todo salga bien. En realidad, la despedida más chocante era la de mí mismo. Sentado allí, en soledad, estaba viviendo mis últimos momentos con César, una persona que creo que jamás volveré a ver.
Nunca regresamos impunes de un viaje. Todo viaje es iniciático, y el cambio que tiene lugar durante el mismo, es tan intenso, es tan completo, que si volviéramos a vernos a nosotros mismos, no seríamos capaces de reconocernos. César y yo. Yo y yo.
El motivo principal que me ha llevado a iniciar un diario del viaje es el de tomar instantáneas de mí mismo a medida que se produzca ese gradual cambio. Es un movimiento guiado por una suave curva continua, y es esta continuidad la que a veces nos hace imperceptible la evolución global, que sin embargo, siempre está ahí.
Otra intención de este relato es tratar de mostrar a quien algún día lea estas páginas, que con un poco de sentido común es posible realizar un viaje lleno de experiencias auténticas partiendo de un presupuesto limitado. Conozco muchas personas fuertemente atraídas por la idea de emprender un viaje de aventura, pero que nunca se han lanzado a ello debido a un montón de ideas preconcebidas que les paran y que frustran su vena soñadora. Mi objetivo es describir paso a paso un periplo por varios países, evidentemente llenos de peligros, que con un poco de habilidad se pueden esquivar sin problemas. Quien lea este diario podrá sentirse transportado en mi mochila, conocer mis momentos de entusiasmo, de fascinación, así como los de miedo o sufrimiento; éstos últimos son igual parte de todo viaje, y como ningunos otros contribuyen a enriquecernos como personas, nos ayudan a conocernos a nosotros mismos, a descubrir nuestras limitaciones y nuestro lugar en el mundo.
También me gustaría mostrar que no hace falta mucho dinero para viajar: es algo al alcance de casi cualquiera, con tal de estar dispuestos a salir de los destinos habituales que cualquier agencia de viajes nos recomendaría. Si nos hospedamos en pensiones y albergues económicos, no sólo evitaremos el excesivo precio de los hoteles turísticos, sino que además tendremos la ocasión de entrar en contacto con la gente que de verdad vive en el país. El corazón cultural y humano de cada lugar no se encuentra en las playas de los catálogos, o en los complejos hoteleros, sino en sus calles, en sus pueblos más perdidos, en sus mercados de fruta y pescado. Cuántos turistas (no podría llamarlos viajeros) no habré conocido, que tras un mes entero en un país vuelven a casa sin haber comprendido nada, manteniendo las ideas preconcebidas que ya traían, ignorantes de una realidad que está caminando por las calles.

II

La calefacción del aeropuerto me había alejado del frío invierno de Madrid. A partir de este momento, la ropa larga y oscura se iría al fondo de la mochila por una buena temporada, y pensar en ello me animaba de verdad. Sentado en silencio, me veía serio. Era una despedida íntima, y diciéndome "No te olvidaré", sabía que ese cambio ineludible en mi interior era lo que en realidad me inquietaba. Ha sido éso lo que me ha tenido varios días dando vueltas en vacío, bloqueado de obra y pensamiento, con una extraña sensación en el estómago, con una ansiedad que no me dejaba hacer nada, ni tan siquiera los básicos preparativos de todo viaje, que dejé para el último momento. Cuando he salido hacia la puerta de embarque, César quedaba allí solitario, abandonado. En el fondo no me gustaba ya su actitud con la vida, su mirada al caminar por la calle; ni sus enfados injustificados. Había llegado a ser pasto de la vida, no había podido con su poder corrosivo. Ahí te quedas, compadre, me doy cuenta de que lo que busco con esto es en realidad deshacerme de tí.
La vida no es nada sin el cambio. Mi ley de vida se resume en la sentencia atomista, "Polemos pater pantom". Sin el cambio nada hay, la vida es contraposición, evolución; la quietud sólo es el frágil equilibrio entre dos dinámicas opuestas, y está en nuestra mano quebrar su estructura. No soporto el estancamiento, y este viaje es una huida desde ese lago de aguas mansas, de fondo putrefacto y orillas verticales, que es la alienada vida del actual ser humano.
No creo en el destino, ni mucho menos. Pero cuando veo las páginas blancas de este cuaderno, pronto llenas de experiencias que trataré de aprisionar para siempre en la tinta, siento cierta conexión con ese sino en el que en realidad no creo. Puedo jugar a pensar que hacer este viaje sería como intentar adivinar las palabras de esas líneas por venir, que en el fondo ya están escritas. Sólo la incomprensible dimensión del Tiempo me separa de ellas. Si entorno los ojos y viajo en el tiempo, puedo ver a ese otro César, un nuevo ser aún por crearse, en la misma situación que la mía: hojeando, en su caso, las páginas escritas, pugna por descubrir lo que le sucedió a su viejo antepasado César, por qué desapareció en el tiempo, difuminado en el pasado.
¿Estoy exagerando? Bueno, tal vez sea así en parte. La vida rutinaria de tu casa es tan seca que aunque, de regreso, el periodo de readaptación sea largo, acabas relegando de nuevo tus sueños, lavando de tu cara la sonrisa y la mentalidad nueva traídas del viaje; el respirar despacio, el saborear cada color o cada brisa, el caminar al ritmo de otros pueblos. Pero, aunque la rutina vuelva a calzarte tus odiadas antojeras, el rincón de tu alma que guarda los buenos momentos y la belleza en la que has aprendido a creer, cambiará indefectiblemente. La huella no se borrará nunca.
Muchas veces esa impronta, esa huella, surge del olvido en medio de un atasco. Son las siete de la mañana, en el siempre invernal Madrid. Apiñado en el autobús entre otros muchos seres de semblante abatido camino del trabajo, miras hacia fuera a través del sucio vidrio de la ventanilla. Casi sin venir a cuento se cruza en tu mente un recuerdo: una playa, una catarata, un café en buena compañía en algún remoto lugar al otro lado del mundo. Y te sale de dentro, es una carcajada que a todos extrañaría si fueran capaces de escucharla. Burlona, feliz, tomando conciencia de la propia suerte que te llevó a conocer tantas cosas. Sientes que has comprendido el sentido de tu vida, que sabes quién eres y qué haces en ese lugar, y por qué cada noche al acostarte deseas con rabia volver a amanecer un día más. Ves tu Ser desde fuera, con la perspectiva que te ha proporcionado conocer tantas vidas distintas. Las personas que te rodean tal vez no se han planteado por qué están en el autobús mañana tras mañana, por qué han entrado sin saberlo en la inercia de la que nunca saldrán. Tal vez no se les ocurre buscar una alternativa a todo lo que nos han inculcado desde la cuna. De una u otra manera nos han convencido de que, para ser felices, tenemos que seguir los pasos que mil generaciones siguieron antes que nosotros: crea tu familia, cría unos hijos, lucha por ello cada minuto de tus días sin preguntarte por qué lo haces; hipoteca tu vida en un banco, adquiere una casa, un coche que te asigne un estatus social a la vista de los que te rodean. Que toda meta en tu existencia sea tener más que tu vecino, y hacérselo saber. Envidia al que tiene algo de que careces, y emplea tu tiempo en aparentar una condición y no un ser. Trabaja de sol a sol, cuanto más, mayor dignidad demostrarás. Y añado yo: obsérvate después desde la sucia ventanilla del autobús cada mañana, esclavo. De ti mismo. De todo el absurdo resto.
Busco un camino alternativo, quiero inventar mi propia vida. Y en ello estoy, aunque con la cabeza puesta sobre los hombros: no es mi intención abandonarme a mi suerte como tantos hippies maravillosos que conocí tirados por el mundo. Me emociona como ninguna otra la experiencia del viaje, del descubrimiento, pero hay que aprender a aprovechar cada minuto de la vida. Hay buenos momentos en cada etapa, en cada situación. No pasaría toda mi vida viajando, en primer lugar porque económicamente no podría permitírmelo; pero también, porque sin descansos intermedios, el torrente de imágenes y sensaciones llega a saturar mi sensibilidad: tras un viaje prolongado, experiencias que al principio serían apasionantes llegan a nuestros sentidos entre una creciente indiferencia e insensibilidad. De tanto en tanto hay que parar y mirar atrás.
Por éso me planteo mi presente como una sucesión de viajes, con temporadas en el astillero. Durante los periodos de descanso, trabajo y ahorro para el siguiente, y aunque varado, con la felicidad y la sangre purificada en la última ruta, incluso la rutina que tanto odio me ofrece placeres y momentos, mismo por pura contraposición a lo anterior. Así se logra aprovechar cada momento, tanto el de bestia libertad en plena selva, como los más mundanos: compartir un café con unos amigos en Madrid, pasear por el Retiro entre las ramas secas del invierno; cenar con tu familia, leer un libro acurrucado un día de lluvia.
Alégrate, respira libre. Hoy escapas de tu cárcel, al menos por unos instantes deliciosos. No pienses en la vuelta; si acaso para planear la siguiente escapada.
Vida... ¡allá voy!

17 de Febrero

¿Lo ves? No era para tanto... En el fondo lo sabías, el mundo se parece a sí mismo, allá a donde vayas a comprobarlo.
Sentado al mediodía en la muy blanca arena de la playa de Flamingo, sólo destaca de esta ciudad su belleza, sólo impresiona su exuberancia. Al menos, en este rincón al que he llegado a parar, Río de Janeiro no es la peligrosa ciudad que esperaba, sino una tan tranquila como cualquier otra que conozca. Éso sí, grandiosamente hermosa. Llevo aquí tan sólo unas horas, y ya he quedado gratamente boquiabierto por las imágenes de este país. De una ciudad de Brasil, ¿cómo será el Brasil natural...?
Ayer, como todo comienzo de viaje que se precie, fue un día de nervios. Según iban quedando menos horas para llegar, más cabezazos le daba al cristal de la ventanilla del avión. No dejaba de decirme que sólo la locura me había podido situar a las puertas de semejante reto. ¿Por qué venía tan inconscientemente a este lío, con lo bien que podía estar en mi casa?
Cierto es que un mes antes de hoy, todas las circunstancias se habían puesto a favor de una salida así. En cuestión de días había recibido varios reveses. Para empezar, había perdido mi empleo, aunque no podría calificar ésto de tragedia; se trataba de un trabajo que me agobiaba, con unos jefes déspotas e impertinentes. También había abandonado mi vera la mujer que últimamente se quedaba mis días como mis silencios. Fue un mal momento que desencadenó otros efectos aditivos a mi ya deteriorado estado de ánimo. Problemas con mis amigos más queridos, con mi familia más próxima, en fin, una crisis personal rayana la depresión. Necesitaba escaparme, y tan libre de ataduras como nunca antes, todo estaba dispuesto para dar el soñado salto. Disponía de los ahorros suficientes como para poder realizarlo. Saqué cuentas, y me pareció que no me podía costar más de 500.000 pesetas, incluyendo el avión de ida y vuelta, el transporte por todo el continente americano, la comida y el alojamiento en pensiones de presupuestos locales, durante los seis meses previstos. Sí, estaba en mi mano, y una oportunidad así no se debía desperdiciar.
Oteando entre nubes por la ventanilla del avión, la huida hacia adelante estaba consumada. Tras horas sobre el mar, por fin cruzamos la línea que no le deja subir a tierra. Debajo de mí se encontraba ya la tan soñada América, patria imaginada de todos mis sueños de infancia, de todas mis utopías. De ella me habían llegado desde siempre intuiciones de sensualidad en su imaginario tropical, o en su música tan cálida. Escenario de relatos de la selva, decorado misterioso de culturas perdidas o jamás encontradas. Paradigma de lo grande, de lo colosal, de la naturaleza desbordada hasta la exageración. Para quien, como yo, conocía los raquíticos almendros de Teruel, América resplandecía con interminables bosques de árboles gigantescos repletos de fauna y de sonidos. Para quien, como yo, un pequeño salto de agua maravillaba los sentidos, América guardaba dioses como las cataratas de Iguazú, o como los ríos más caudalosos del mundo.
Y allí la tenía, unos kilómetros debajo de mí. Prometiéndome fascinarme, pero asustándome hasta paralizarme en el asiento.
Desde arriba distinguía la línea de la costa; detrás de ella, enormes dunas se adentraban en el verde de sus espesuras vegetales, roto aquí y allá por la incontenible mano destructora del Hombre. Reconocí también la inconfundible bahía de la ciudad de Salvador, por cuyas calles espero pasar el Carnaval, que comenzará en dos semanas.
Es éste el único plan concreto del que parto. Todo lo demás será improvisado cada día. Ignoro qué lugares voy a visitar, ni en qué fechas, ni tan si quiera qué tipo de paisajes voy a conocer. Dispongo de una guía de Brasil que utilizaré para decidirme en cada instante por el siguiente salto, pero ahora sólo sé que partiré de Río de Janeiro, y que recorreré el subcontinente sudamericano aproximadamente por su costa, siguiendo un círculo dextrógiro que cerraré en unos meses cuando regrese a Río para culminar la aventura. Los únicos motivos de seguir tal sentido de giro, son mi deseo de vivir el carnaval, dentro de unos 15 días, en Salvador de Baia, varios miles de kilómetros al norte de Río de Janeiro, y la certeza de no querer volver hacia atrás sobre mis pasos. Pero todas las demás características del viaje están sin planificar. Es una aventura de improvisación, y de hecho ni tan si quiera sé qué día regresaré a España. Adquirí un pasaje de avión que me permite modificar el día de vuelta hasta una estancia máxima en América de seis meses. Como tenía que fijar la fecha provisional de regreso, elegí un día de junio. Con los cuatro meses de que dispondría, bien sería capaz de hacer el giro completo por los países que quiero visitar; y ese tiempo a la intemperie no me impresiona tanto como medio año. Pero intuyo que hay una elevada probabilidad de que el viaje me guste lo suficiente como para que finalmente decida prolongarlo los otros dos meses posibles, y entonces me dé cuenta de que seis meses eran muy poco tiempo para tantas maravillas como tenía que explorar. En la sorprendente estampa que estoy contemplando sentado sobre la arena de la playa de Flamingo, intuyo que así será.
Cuando finalmente aterrizamos ayer por la tarde, sentí cierto alivio: el sol aún resistía alto en el cielo, y parecía prometerme no abandonarme a mi suerte antes de que encontrara un lugar seguro donde hospedarme. Lo que más me atemorizaba era la idea de deambular, ya entrada la noche, buscando una pensión entre oscuros callejones, en desamparada soledad y cargado con todo mi tesoro: mi mochila con lo necesario, y un bolsillo escondido en el que guardo mi pasaporte, mi billete de regreso a España, mis tarjetas de débito, y algún dinero para empezar. Pasear de tal guisa no parecía lo más recomendable si quería sobrevivir al sórdido Río.
Y no iba desencaminado. Pasé las colas del aeropuerto e inmigración; cambié algunos euros por reales brasileiros, y mis ropas de invierno por un atuendo más apropiado al sofocante calor que hacía. Cuando al fin salí al exterior del edificio, no le quedaba mucho al día.
Me encantó, pese a la ahora bien justificada preocupación, respirar el humedísimo, espeso y ardiente aire del trópico. No era la primera vez que vivía algo así, y era una sensación que asociaba a tan buenas circunstancias, que no me producía más que un estado de placer y felicidad indescriptibles. Esperando el autobús hacia el centro de Río, me deleitaba respirando despacio ese dulcecísimo aire con aromas de selva, y siguiendo con la vista las muchas aves que sobrevolaban los árboles que rodeaban el aeropuerto. Bajo retazos de azul y rojo del cielo del atardecer, la espesa y omnipresente vegetación adquiría matices ocres donde su intenso verde se recortaba contra el neón celeste.
Pero no debía olvidar que en este paraíso se encuentra el peor de los infiernos. Mientras el autobús recorría la carretera a Río, y después callejeaba por las afueras de la ciudad entre avenidas desérticas, la noche se me iba echando encima. Por todas partes reinaba un hedor a basura quemada; las favelas ruinosas e insalubres, se apiñaban en enormes extensiones. Tampoco era la primera vez que veía y olía algo así, pero el hecho de la llegada de la noche me hacía tomar conciencia de dónde estaba, y regresando de pie al suelo, angustiarme de nuevo. La prueba de fuego estaba a tan sólo unos minutos ya, en cuanto me apease de la relativa seguridad del autobús junto a la rua Catete. Había elegido este lugar para buscar alojamiento porque según mi guía era aquí donde más económico lo hallaría. Catete era la calle que discurría de norte a sur, paralela a la playa de Flamingo, centro histórico de la ciudad. Tal vez antaño el barrio era conocido por circunstancias más benignas, pero según nos adentrábamos en él, y el conductor me indicaba que mi parada sería la siguiente, me daba cuenta de que su aspecto se hacía más y más sórdido, más oscuro y tétrico.
Escucho el ritmo de las olas. Al fondo la bellísima estampa del Paõ de Açucar surge imponente sobre el mar. El sol reina justo encima de mí, y con la suave brisa acariciando mi cara ya me parece lejana la incursión de anoche en busca de una pensión. Me bajé del autobús ya aterrorizado por completo. Unas pocas farolas no conseguían iluminar aquel callejón, y sin vuelta atrás posible, me interné rápidamente en la penumbra. Al fondo, después de la calle por la que caminaba, aparecía más luminosa otra más principal, la que debía de ser la rua Catete. A unos 100 metros encontré un alojamiento, y casi a la carrera avancé hasta colarme por su puerta abierta. No me duraría mucho el alivio. Su precio era excesivo para mi presupuesto, así que por más que quizás convenía aceptarlo y ganar ya cobijo, decidí seguir buscando, utilizando para ello los litros de adrenalina que casi daban alas a mis pies.
Las pocas personas que permanecían en la calle tomaban un aspecto siniestro a la tenue luz que no alcanzaba para todos. Medio paranóico, detectaba miradas punzantes de casi todos ellos, y aún más aceleraba mi paso.
Pregunté en otros tres lugares. Dos de ellos mostraban el cartel de "completo", pero el tercero, ya dentro de mis pretensiones de coste, disponía de un cuarto libre. El pre-carnaval que se respiraba en las calles de Río atraía a gente de Brasil y de todo el mundo, y por éso casi todos los alojamientos estaban abarrotados. Sin dudarlo más, decidí quedarme en éste.
Después de todo, la odisea no había sido tal. Había creído que la búsqueda sería más ardua.
Más difícil fue tratar de entender al recepcionista, y de hacerme entender por él. Ya fue complicado que el conductor del autobús comprendiera, a partir de mi pronunciación española, la calle Catete a la que me quería dirigir. Cuando se lo había escrito en un pedazo de papel, había descubierto que para ellos sonaba algo así como "Catechi". Yo había hecho en tiempos mis pinitos con el portugués en un viaje por el sur de Portugal. Pero al intentar de nuevo comunicarme con el encargado de la pensión, me di cuenta de que la pronunciación era tan distinta a la española o a la lisboeta, que necesitaría algo más que sentido común y buena suerte para no tener la sensación de que me encontraba en China. Aislado lingüísticamente, como si no fueran bastantes los demás aislamientos a los que me enfrentaba. No, con ése creo que no había contado.
Las escaleras de madera de la posada crujían como la borda de un barco pirata, pero marcaron el comienzo de mi aventura americana en sí. Subiendo hacia mi cuarto, definitivamente quedaba atrás el preámbulo, el susto inicial. A salvo de los peligros que tan sólo había intuido hasta ese instante, podía respirar tranquilo, instalarme, y con más serenidad salir al encuentro de lo que me esperaba ahí fuera.
Me acomodé en el cuarto, deshice la mochila sobre la cama y la silla, y me di una ducha. En ella me desprendí de los últimos olores que traía de España. De fondo, desde la calle asomaban sonidos de samba. El agua fría lavaba el sudor de un día agotador, y en ella se disolvían recuerdos aún tan vivos de España. En los labios todavía conservaba el gusto de los dulces besos que rompieran mi corazón unos días atrás. Por el sumidero se iban sus caricias y sus promesas. Pocas horas antes había amanecido en el frío del invierno, poco tiempo me separaba de mi familia cuando me despidiera de ellos por la mañana. Y ahora la humedad insoportable me hacía gozosa una ducha fría.
Estaba muerto de sueño, pero no podía irme a dormir... no sin salir a la calle a recibir una primera impresión del nuevo país, ya sin el miedo a perder en un atraco los pocos bienes que me aseguraban la vida en los próximos meses. Ni me tumbé un instante en la cama para relajarme. Dejé mis cosas en la habitación, y vistiendo bermudas y una camiseta de manga corta, con un par de reales en el bolsillo bajé las escaleras, con la prisa de la impaciencia. Sin nada de valor encima, no había miedo alguno. Necesitaba salir a la calle, tenía que verlo todo en ese mismo momento, no podía esperar.
Me impregné en seguida de sensaciones nocturnas, nuevas pero a la vez familiares. De las sensaciones que marcaban sin lugar a dudas la distancia que me separaba de casa, y que poco a poco empapaban mis sentidos. Como si se tratase de un órgano del que antes careciera mi cuerpo, en ese preciso instante comenzaba a crecer dentro de mí algo que, tiempo después, ya de nuevo en España, sentiría faltar.
Justo al final del callejón donde me hospedaba, se llegaba a la rua Catete, y al abrigo de su mejor iluminación, multitud de gentes caminaban sin prisa conversando y riendo, o comían una improvisada cena en uno de los muchos puestos callejeros que dispensaban dulces de coco, salchichas asadas, cerveza fría, frutas frescas,... Otros se iban animando a bailar alrededor del grupo, o broco según el término brasileiro, que hacía sonar cacerolas, pitos y timbales para crear una deliciosa batucada llena de un sabroso ritmo ante el cual era imposible pasar indiferente. Mi cuerpo no estaba para samba, y sentado en una jardinera de la acera cené uno de aquellos bocadillos de dudosa higiene que vendían por todas partes cocineros sudorosos. Era algo a lo que tenía que empezar a acostumbrarme, y que es básico para no morir de asco en un viaje de este tipo. El primer paso es dejar los remilgos atrás y hacer el estómago a lo que haya, es decir, a lo que en cada país comen sus habitantes. Bueno, después de todo, no estaba tan malo.
El ritmo ininterrumpido de samba se sumaba a aromas humanos, como de la fritanga y el sudor, o el de la cerveza y la cachaça (un tipo de aguardiente de caña). Junto a ésto, la falta de cuidado de las fachadas, del pavimento, de las aceras extrañando un barrendero; la escasa iluminación bajo la que el creciente gentío se añadía a la danza frenética, creaba con el conjunto un paisaje que tenía casi enterrado en mi pasado, y que me transportaba en el tiempo y en el espacio a Teruel, en plena fiesta de la Vaquilla, cuando yo era un crío y mi ciudad natal no era muy distinta de lo que estaba viendo allí. Aquel niño bailaba los ritmos tropicales que hacían sonar las orquestas y las charangas por las plazas y las estrechas calles del casco viejo turolense. Soñaba con el misterioso Brasil del que cantaban tanta belleza... ahora, con veinte años más, sentía yo el otro lado, tomaba conciencia de haber realizado aquel viaje soñado, no sólo en el espacio, sino además en el tiempo. Por un instante incluso me puse melancólico al comprobar el inexorable paso del cruel Cronos. Ya estaba aquí, y era tal y como lo había imaginado dos décadas antes.
No me quedaba demasiada energía en el cuerpo. Sabía que no soportaría mucho más despierto, así que decidí caminar un poco por Catete antes de que me venciera el cansancio. El ambiente que se respiraba no parecía en absoluto peligroso, sino festivo y relajado. Familias enteras paseaban juntando a veces cuatro generaciones, desde los más curtidos abuelos, hasta el último retoño, y todos sin excepción meneaban con gracia la cadera con la incansable armonía de percusión que se había montado en la ancha acera de Catete. Me enternecía especialmente la alegría y el amor a la vida que mostraban algunas ancianas nonagenarias que no se dejaban achantar por su edad para ser las primeras en la samba.
Crucé después en dirección al este, para caminar por uno de los callejones oscuros que conducían a la playa de Flamingo. Por una pasarela elevada sobre una amplia avenida con aspecto de autopista, se llegaba al parque longitudinal tras el cual se alcanzaba la playa. Frondosos árboles tapizaban la explanada. Entre los espacios verdes, un conjunto de campos de fútbol era escenario de competiciones de habilidad entre equipos de muchachos cariocas. Por un carril de asfalto cortado al tráfico y que bordeaba la arena de la playa, no eran pocos los que con la ideal temperatura de la noche practicaban jogging sin demasiado esfuerzo. Y allí encontré por fin el mar. Al otro lado del agua se elevaba espectacular el Paõ de Açucar, iluminado por enormes focos que lo convertían en un espectro alucinante. También destacaba, en dirección opuesta a la playa, el así mismo iluminado Cristo do Corcovado, sobre un altísimo promontorio de roca cientos de metros sobre el nivel del mar. Toqué la arena de Flamingo por primera vez, y a modo de bautizo lavé mi cara con el agua de este lado del Atlántico. Me imaginaba la orilla opuesta del océano, a miles de kilómetros de mí, con las personas que tanto quería, que tanto iba a extrañar en este viaje, muy lejos de mí...
Unos niños entraban corriendo al agua con unas redes de pesca, y aquí y allá otros muchos pescadores aprovechaban que los peces acudieran cada noche a la luz de los focos del parque que comenzaba tras la playa. La vida transcurría con un ritmo distinto a este lado del océano... y me gustaba estar allí, siendo testigo de todo ello. Era aquel un momento de tan plácida tranquilidad, que a mi sosegada mente llegaban imágenes extrañas de los últimos reveses que me había propinado la vida, y que ya empezaban a parecerme ajenos. Los sustituía la orgullosa felicidad de ser el afortunado que respiraba aquella brisa embriagadora de la bahía de Río de Janeiro.
Pero me tenía que rendir tarde o temprano. Sobre las once de la noche, me di cuenta de que había permanecido ya veinticuatro horas de vigilia continua, atizado por el agotamiento adicional de los mal llevados nervios de toda la jornada. Era hora de retirarme a mi camita y descansar, aunque me dolía de verdad perderme la fiesta que tan sólo estaba comenzando unas calles detrás de la playa, en Catete.
Había querido llevarme una primera pincelada de la ciudad, y el recibimiento no podía haber sido mejor. Volví a la pensión con lo que me quedaba de energía, y escuchando el volumen cada vez más estruendoso de la música de Catete, me quedé dormido en cuestión de segundos, en cuanto me hube tumbado en la cama.

II

Doce horas después me desperté con el jet lag ya curado. La almohada estaba encharcada, y es que cerca ya del mediodía la temperatura hacía el aire irrespirable. Aún me quedaban unos días por sufrir estos rigores antes de que mi cuerpo se aclimatara. Pero no era algo que no se pudiera calmar con una ducha fresquita. Era evidente por qué los brasileiros se duchan dos o tres veces al día, si no más.
Este hostal era uno de ésos que incluyen el desayuno en el precio, y entre frutas y tostadas se me fue pasando el amodorramiento. Redescubrí las calles de Catete bajo la cegadora luz del sol, que ahora las hacía más amigables. La samba había dejado su lugar al ajetreo de la mañana, y un constante flujo de personas iba y venía de las tiendas y puestos de comestibles. Los deteriorados edificios del casco viejo, con sus desconchadas fachadas mostrando aún gran colorido, servían de escenario a una pintoresca estampa entre colonial y tropical. Los cariocas eran mezcla de mil razas en tostados colores de piel, siempre caminando sin prisa bajo el sol implacable. Casi era un uniforme la vestimenta compuesta de una camiseta de tirantes, un pantalón corto, y unas sandalias bien venteadas que por aquí llamaban hawaianas. Eran rostros amables, que no acarreaban el estigma del estrés y la seriedad permanente de los europeos. Muchos bares orientados hacia la calle, con tabiques abiertos por los que la gente entraba y salía, eran lugar de encuentro de los que hacían un alto en el trabajo para tomar un café de media mañana. Lo maravilloso del benigno clima de Río era que no se entendían los espacios cerrados, cualquier lugar público era un escaparate abierto al exterior.
Sobre los tejados se erguía, no muchas manzanas más atrás, la roca gris del Morro de Santa Teresa, en cuya vertiente se encaramaba un barrio de favelas. Algo sorprendente de Río de Janeiro era que su fisonomía, encajada entre altas paredes de roca y la playa de la bahía, juntaba en pocos metros los edificios históricos, los bloques de oficinas más modernos, y las míseras extensiones de favelas. Me resultaba casi imposible levantar la vista para contemplar el monote poblado contra el impecable cielo azul, pues la intensidad de la luz que irradiaba dañaba las pupilas.
Había encontrado en mi guía una pensión popular de precio muy económico un poco más arriba de Catete. Se había desvanecido todo mi apuro de la noche pasada, porque con mi mochila y pertenencias me mudé a la pensión sin cuidado. A la luz del día todo parecía acogedor. Umberto, el recepcionista de la posada Glória, me hablaba despacio para que le entendiera, con su sonrisa amable y su reposada actitud. Aquél era un lugar algo sucio y descuidado, y en un laberinto de estrechos pasillos y escaleras de madera, apilaba en diminutos cuartos a los huéspedes. Por los pasillos y los dos balcones que daban a la rua Catete, pasaban o charlaban muchos de ellos, ancianos y viajantes cincuentones en su mayoría. No era un lugar para una luna de miel, pero me encantó por su autenticidad. Genuinamente brasileiro, con una fachada exterior antigua y señorial, el edificio había sido reestructurado interiormente con madera para crear una colmena de habitáculos. Las paredes, decoradas con murales desconchados de colores muy vivos y algo infantiles figuras de paisajes, fútbol y samba, denotaban la decadencia que los últimos tiempos había afectado a Brasil. Un lugar pintoresco poblado por personajes pintorescos, justo lo que busca el viajero.
Me instalé en mi nuevo hogar, y volví a la calle dispuesto a caminar todo el día por la ciudad. Regresé a la playa de Flamingo, y desde allí fui siguiendo la línea de la playa hacia el sur. Con las omnipresentes figuras del Paõ de Açucar y del Cristo do Corcovado como testigos, recorrí las playas de Flamingo y Botafogo, y tras ellos los morros que los separaban de Copacabana. Como había previsto, los precios eran considerablemente menores respecto a los de España, así que no tenía por qué privarme de comer o beber cuando necesitaba un tentempié o un poco de líquido para compensar la deshidratación que me producía aquel sol matador.
Caminando llegué hasta Copacabana, una playa de perfil arqueado, cuatro kilómetros de arena blanca protegida por montañas de piedra desnuda, y tras la cual se alzaba un tropical Benidorm de bloques de apartamentos. No había sido un paseo corto, tal vez hacía tres horas que había salido de la pensión, y a lo largo de ese tiempo se había cubierto el cielo de nubes. Un refrescante chaparrón tropical me sorprendió empapado en sudor, y me sirvió de ducha natural. En la playa nadie interrumpía su actividad. Algunos se bañaban en las grandes olas que llegaban a la orilla; otros muchos jugaban a voleibol o a futbóley, y los más se relajaban tumbados en la arena. Una escena que no sería inhabitual en cualquier lugar de veraneo de la costa española; pero aquí no se trataba de gente disfrutando de sus vacaciones, sino de un modo de vida: del modo de vida de los brasileiros. Muchas personas, después de trabajar, bajaban a la playa para hacer deporte, bañarse, o simplemente para contemplar el ocaso leyendo un libro sobre una toalla en la arena.
Pasado el aguacero continué playa adelante, hasta alcanzar las calles que tras el Morro do Arpoador conducían a la playa de Ipanema, de un aspecto similar al de Copacabana, pero circundada de un escenario montañoso diferente. También las olas cambiaban; mucho más encrespadas, hacían honor al nombre guaraní de esta playa: Ipanema significaba "agua mala" en su lengua, y era evidente que refería el peligro que representaba desafiar sus olas.
Tras la barrera artificial de los bloques de apartamentos, llegué a un lago sobre cuya superficie se reflejaban las enhiestas paredes de roca de los morros que llegaban hasta su orilla. Desde allí se observaba sin impedimento la subida gradual de las laderas selváticas que llevaban hasta las montañas que rodeaban la ciudad y la encajaban en una estrecha franja sin remedio, obligando a sus habitantes a aferrar sus construcciones a los escarpes más insospechados.

III

Y he querido terminar aquí estos recuerdos de unas horas atrás para volver al presente, porque me he detenido atónito en un paraíso. Entre las playas de Copacabana e Ipanema, un Morro del fin del mundo. Sentado en la roca, a mi espalda encuentro un mar salpicado de islas de piedra gris raída en blanco; encrespada la selva sobre ellas, me giro cada pocos segundos para no olvidar que hace un rato me tenían extasiado. Y necesitaba escribir, plasmar en directo sobre el papel toda la belleza que estoy contemplando.
A mi izquierda, a lo lejos y al final de Ipanema, se alza imponente el Morro de Leblón, un desafío de monolito vertical y gigantesco, gemelo por estar partido en dos senos elevados. De ellos descienden hacia el mar dos brazos de verde amoroso, sustentando en ellos el barrio de Leblón. Tras todo ello, y hacia el oeste, una sucesión de enormes montañas, perfecta mezcla de roca viva de color negro, y toda una gama de verdes, que como impresionistas pinceladas superpuestas se cubren unas a otras, formando olas de color; sobre ellas otra ola, esta vez de blancas nubes sobre el grisáceo fondo del cielo encapotado que ha dejado el transcurso del día. La gasa clara se cierne sobre sus picos, y avanza ladera abajo en avalancha, a una velocidad vertiginosa, como si se dejara caer conscientemente al vacío tocando su vientre con la negrura de los escarpes. He visto, entre tanto, varias fragatas de cabeza blanca zambullirse desde decenas de metros de altura sobre las aguas de Ipanema, y quedarse después flotando en el agua, engullendo tranquilas la presa cobrada al mar.
Completando el giro a mi alrededor, he dejado para postre lo mejor: frente a mí, algo que ha conseguido que un escalofrío recorra mi piel pese al calor tropical; y que caiga en la exageración de excalamar en mi interior que me encuentro ante la mayor belleza que haya visto jamás (...¿cuántas veces antes no habré pronunciado estas palabras?).
Cual melena decorando el límite de la ciudad, un rincón de verde esortijado: árboles que suben, verde granulado en todos sus tonos... que como un río se deja caer ladera abajo, hasta llegar a las rocas de beteados grisáceos; ahí pasa el honor al ocre, con todas sus variedades desfilando entre las piedras, a sus pies la arena, que cambia de tonalidad ondulada por el agua; la que entra y sale de la playa, mezclándose ya en azul plomizo, refrescada de blanca espuma. Incluso unos bloques de apartamentos que aparecen tras el Morro, llamado de Arpoador, sorprenden bellísimos en este marco inusitado.
Y al fondo, el Paõ de Açucar, y todos los numerosos monotes o morros que se suceden en progresivos planos matizados en grises por la distancia, hasta perderse casi en brumas hacia el horizonte.
Me supera. No soy capaz de describir el éxtasis de imágenes que llega a mis ojos. Quien desee sentir frío de pura emoción en pleno estío tropical, debe venir a este rincón de ensueño.

IV

Cuando ya me disponía a volver sobre mis pasos de regreso a mi cuevita de la rua Catete, ha llegado sin esperarla la hora del atardecer, y tras un día dominado por las nubes tibias que hacían de invernadero, se han asomado por fin, tras las rendijas dejadas por algunas de ellas, los preciados rayos de un sol ya moribundo. La mayor de las sorpresas estaba por llegar, y me ha aturdido poco a poco según la descubría. Cada vez que me decidía a marcharme, tan sólo podía avanzar unos pasos antes de que el siguiente movimiento en este adaggio si fin, me clavara de nuevo en el suelo. Si antes fueron los concursos de verdes y ocres, ahora se turnaban los azules y verdes del agua, los anaranjados, rosas y rojos del cielo, y sus reflejos en el mar y en la arena mojada; ésta cambiaba progresivamente desde los tonos dorados, a los reflejos morados, celestes y fucsias. Había descendido del Morro do Arpoador y avanzado unos pasos por la playa de Ipanema hacia el sur. De frente encontraba, al oeste, las islas y Leblón. Tuve que sentarme en la arena, muy despacio, por saborear hasta el sonido de mi respiración.
Yo no sé si fue el más bello atardecer de Ipanema; pero, sin duda, a partir de hoy, si he de recordar un atardecer, el Atardecer, que sea éste, por antonomasia. En el monumento a la sensualidad que se llama Río, es donde se debió de inventar la puesta de sol... Y ha sido, como todos los ocasos dignos de recuerdo, una efímera sucesión de instantes irrepetibles, únicos. Una melodía que se desencadena, evoluciona, y mide cada paso con la sabiduría de la Naturaleza que se recrea en sí misma y en los que la contemplamos.
Tal vez todo suene demasiado exagerado. Y con razón, me suelen acusar de ello. Sí, puede que sea demasiado empalagoso al relatar lo que percibí, lo que disfrutaron mis sentidos con ello, pero no hago más que tratar de reflejar torpemente los intensos sentimientos que descubro en la belleza. Mi siempre creciente capacidad de asombro produce este efecto: me quedo a menudo maravillado ante cosas que a muchas personas les pasarían casi desapercibidas. Me siento muy afortunado de poder contemplar el paraíso en el que vivimos. La mayoría de mis amigos no comprenden mi ansia de viajar, de conocer el planeta Tierra. Pero si fueran capaces si quiera de imaginar las maravillas que han visto mis ojos...
Tomando mi segundo cafecinho trato de fijar para siempre en el recuerdo una imagen estremecedora: en pleno verano tropical, la playa de Ipanema. He visto el atardecer que tantas veces soñé recreando un imaginario escenario para los acordes de la "Garota de Ipanema", ese estandarte de la sensualidad tropical que todos asociamos con Brasil. Y era tal y como la había concebido en mi mente. Sentí que de alguna forma ya había estado allí. Bueno, una de cal y otra de arena... Para matar el romanticismo, no todo podía ser perfecto: en mi sueño de niño no se escuchaba el ruido del tráfico de la avenida que bordeaba la playa.
De noche ya, las agujas gemelas de Leblón extendían sus brazos, ahora iluminados por acertados focos, bajo las casitas que se desperdigaban por sus laderas. Los picos levemente aclarados, difuminados en su lejanía, traían al cielo oscuro una mancha de óleo violeta.

V

Y es que es un paraíso, este planeta de contrastes. O al menos su naturaleza lo es; lo sería para la Humanidad entera si no existiese una ciega codicia por parte de los poderosos de siempre. Nuestro planeta tiene recursos suficientes como para que a nadie le falte de nada, y a la vez pueda la Naturaleza seguir su propio curso. No hay más que mirar a nuestro alrededor para darse cuenta de que es absurdo que exista la pobreza en esta fuente inagotable de vida. En Río se mezclaba la sensación de que el Cielo radica en la Tierra, y no en otro lugar imaginario, con la cruda realidad de la miseria cotidiana. Por todas partes deambulaban ancianos olvidados, niños desatendidos con un negro futuro que no contaba con ellos; hombres y mujeres que ya nada esperaban. Junto a los lujosos apartamentos y los coches de marcas europeas, se podía ver aquí y allá a los Intocables de este lado del mundo. Descendían de las favelas apretadas sobre los riscos, era casi un dejarse caer; ellos eran los desheredados, los que veían, a través de unos ojos completamente distintos, las maravillas que he descrito. Bajaban despacio, al lago, a Ipanema, a Lapa...
Esos ojos que a todas horas andaban perdidos en pensamientos que nadie escuchaba, a veces salían de su calvario para recrearse en las aguas tranquilas que rodeaban el paraíso.
Pensaba yo que, al menos, aquí tenían la relativa suerte de que no les acosaba el invierno helador de Europa, que les mataría de frío si allí, como aquí, durmieran en las aceras y en los parques. Fortuna era este clima apiadado.
Tan perdidos se les veía andar en sus eternas horas de silencio, que ni si quiera podía temer que, casi con todo su derecho, tratasen de robarme lo que llevaba encima, pues creo que apenas notaban al que pasaba a su lado, o poco les importaba ya quien pasara.

VI

Tan sólo llevaba un día en Brasil y ya tenía toda una colección de impresiones. Quería completarla con un recorrido por alguna favela, pero decidí aplazarla hasta volver a Río al cabo de unos meses, al final del viaje. Todavía no había acumulado la suficiente experiencia en la realidad brasileira como para moverme con soltura en un escenario tan extremo. Ni si quiera era capaz, aún, de hablar o entender la lengua de los cariocas, algo básico en tamaña aventura.
Aún así, no me podía pedir más para un primer día. Mis dolidos pies y mis ingles escocidas por la humedad y el calor, atestiguaban que a base de mucho caminar (tal vez más de 25 kilómetros), había superado la inquietud del día anterior. Y en lo que llevaba visto, no me había parecido una ciudad tan peligrosa. Crucé a pie desde Catete y Flamingo hasta Copacabana e Ipanema, regresé de noche a la pensión, y con tanto callejeo, no me había sentido ni en una sola ocasión violentado por nadie. Estaba claro que la ciudad escondía puntos negros, pero eran otros. También los podía encontrar en Madrid...
El paseo fue tan agradable y tranquilo, que considero que ningún viajero debería ser disuadido de conocer la ciudad por más que el miedo a sus peligros more en el subconsciente colectivo.
18 de Febrero

El primer día me había dado un montón de sorpresas. Pero el segundo me confirmó otra: la naturaleza tan cambiante del clima de esta zona del mundo.
Si ayer me había quedado con la sensación de que el calor no era tan insoportable como esperaba para un estío carioca en pleno cénit, el siguiente amanecer había traído un cielo impecable, que cegaba los ojos con su intenso azul. El recuerdo central que conservaría de esta jornada sería el despiadado sol que torció en varias ocasiones mi espalda.
Me levanté temprano, y enseguida salí a la calle para desayunar, pues la pensión Glória no incluía el desayuno. Leche y galletas, sentado en una barandilla junto a un grupo de hombres de barba ya canosa cuya sala de estar, dormitorio y cuarto de baño, eran la misma acera de Catete. Traté de hablar con ellos, pero no hubo manera de que los entendiera en su cerrado acento carioca. La incomunicación empezó esa mañana a hacer mella en mí. No conseguía comprender ni una palabra de la supuesta lengua hermana, y con éste ya llevaba dos días de silencio, escuchando solamente mis pensamientos.
A veces intentaba comunicar a alguien alguna idea básica, pero se me hacía muy difícil. Apenas me entendían, y ante su réplica yo me quedaba como estaba, sin haber distinguido ni una sola palabra. Por ello acabé, por pura desesperación, renunciando a hablar, reduciendo al mínimo el esfuerzo por comunicarme. Si necesitaba saber, por ejemplo, la salida de alguno de los laberintos de calles por los que me metía, en lugar de preguntar a algún transeúnte, como hubiera sido lógico, la buscaba yo solo sin ayuda de nadie, por pura pereza.
En algo así, en un laberinto, se me convertían Lapa y Santa Teresa cuando empecé a recorrer sus calles. Dejando del lado del Atlántico las calles que conocía, me adentré en la inmediata cuesta, que en pocos cientos de metros me llevó a estos dos barrios contiguos, de ambiente completamente distinto al de Catete. Subidas empinadas, de pavimento adoquinado, se adaptaban a las muchas curvas de las laderas a las que se enganchaban. En poca distancia pasé de un concurrido y bullicioso barrio, a una zona pintoresca, solitaria, apacible. Pequeñas casas unifamiliares recordaban más a chalets de época, o a un pueblito burgués, que a lo que en realidad eran: una barriada humilde, que antiguamente fue propiedad de gentes acomodadas, pero que había sufrido sin remedio la devaluación social de estas latitudes. Por el día, el omnipresente sol que por doquier parecía perseguirme, le otorgaba el don del colorido tropical, una luminosidad asombrosa repleta de frondosos árboles y flores muy vistosas. Pero la noche ponía cada cosa en su sitio, ya lo había observado yo el día anterior, en que no había si quiera osado asomarme por sus callejas pasado el crepúsculo. Una vez más, la radiante mañana hacía menos grave su aspecto.
Ascendiendo por las laderas, hasta el punto de casi desorientarme entre idas y giros, iba ganándome una perspectiva privilegiada de la bahía de Río de Janeiro, y de las montañas que emergían de su lecho marino. Los colores que inundaron mi retina aquella mañana fueron tan inolvidables como difíciles de describir. Sólo me atrevería a dar para ello algunas pinceladas: fachadas pintadas en colores apastelados, la piedra gris de los adoquines, la vegetación florida y espesa, el azul del mar y del cielo,... y todo ello potenciado por la incesante cascada de luz.
Pero el responsable de tanta belleza era el mismo sol que me obligaba a pararme cada pocos metros a descansar sofocado, como un anciano que no pudiese ya subir las escaleras. Era tan desmesurado el calor, tan demoledora la fuerza del astro, que buscaba la sombra como si me fuera en ello la vida.
Lapa y Santa Teresa, próximos al centro de la ciudad, eran un perfecta mezcla de encanto arquitecónico burgués, mansiones y caserones ya en decadencia, con la deliciosa naturaleza de Brasil. Y la pieza maestra del conjunto, era sin duda el tranvía que recorría algunas de sus calles. Me pareció curioso el poder del tranvía actuando como máquina del tiempo. Un rincón sencillo se llenaba de sabor cuando pasaba el ruidoso y aparatoso invento de madera. El maquinista lo manejaba con una única manivela, y posiblemente éso hacía a los tranvías tan entrañables, al recordar épocas en que la vida era mucho más sencilla y abarcable.
Perdiéndome con gusto entre subidas y bajadas, observaba las apacibles miradas de la gente tranquila que las habitaba. En su mayoría acaparaban las sombras de los enormes árboles cuajados de flores carmín para conversar sin prisas, tal vez sin tan si quiera un fin distinto al placer de mirar a unos ojos amigos. Estas vertientes me llevaban con toda claridad a las barriadas del casco viejo de Lisboa, si la luz fuese capaz de regar aquéllas como éstas.
Las favelas ocupaban lo que antaño debieron ser retales de bosque entre las mansiones, y de esta forma se repartían por todo el barrio, quedando a pocos metros de las calles que recorría en mi paseo. Se veían como destartalados amontonamientos de ladrillo sin esmero, siempre encaramándose unas sobre otras como hiedras que pugnaran por la luz del sol.
Aproveché varios rincones de llamativa belleza para descansar protegido por alguna sombra, pero finalmente me venció el sol. Tenía los pies recocidos, con ampollas y llagas dolorosas en varios lugares del cuerpo, fruto de la caminata del día anterior, y del terrible calor del presente. Las fuerzas me escaseaban, y me resultaba pesada incluso la cuesta abajo. Al final se convirtió en una insolación en toda regla. Me ralentizaba hasta que, completamente destrozado, acababa dejándome caer en cualquier acera bajo un árbol. Incluso hice alguna parada en tascas donde bebía refrescos de guaraná helado. Tras cada descanso parecía reanimarme, pero en cuanto reanudaba el paso, me daba cuenta de que mi estado no era muy diferente al de la embriaguez.
Seguí el recorrido previsto por pura inercia, que no por sobrarme energía. Al final de una pronunciada pendiente que bajaba de Lapa, reencontré calles de un ajetreado ambiente más similar al de Catete. Por estrechas aceras obstaculizadas por los escaparates callejeros de las tiendas, siempre abiertas hacia fuera, circulaban verdaderas mareas humanas. Crucé bajo los arcos de Leme, un viaducto cuya única finalidad era salvar para el tranvía el desnivel existente entre el centro de Río y la barriada de Santa Teresa. A su lado se alzaba la controvertida estructura de la catedral metropolitana, un edificio moderno que, a parte de romper la línea del casco viejo en el que se hallaba anclada, recordaba una cárcel o una nave espacial a todo no amante de este tipo de arquitectura. Por una parte marcaba el fin de las casitas casi lisboetas de Lapa, y por la contraria abría otra zona más monumental entre la cual destacaban los edificios de la biblioteca y el teatro.
Cerca de allí me cobijé en la jugosa sombra de un diminuto parque formado por árboles centenarios, algunos de cuyos troncos superaban los dos metros de diámetro. La brisa del cercano mar era tan abrasadora que no ayudaba a calmar mi acaloramiento. Descalzo y tumbado sobre una gran roca de granito, me relajé por espacio de casi una hora, y al aroma de mi almuerzo a base del jamón serrano que aún me quedaba del que trajera de España, hice mi primer amigo: un gatito de apenas un par de meses de existencia, que no mostraba un aspecto mucho más saludable que el mío en aquel bochorno.
A pocos metros de mí, en plena solana del medio día, un grupo de obreros trabajaba cavando una zanja en la calle, con picos y palas. No podía imaginar condiciones más extremas para trabajar, más cuando a mí me suponía un auténtico esfuerzo dar unos pasos arrastrando tan sólo mi propio peso. Qué enorme mérito tenían, qué injusta era la visión que reinaba en muchos prejuicios europeos sobre la supuesta flojedad para el trabajo de los habitantes del cono sur americano.
Dejé al minino relamiéndose sobre la roca, y con lentos movimientos me reincorporé antes de arriesgarme a quedarme dormido en plena calle.
Tras las fachadas y cúpulas clásicas de la biblioteca y el teatro, se elevaban incomprensibles las torres de oficinas del centro financiero de Río. En otro alarde de contraste, bajo sus fachadas de vidrio circulaban aceleradas gentes vestidas en traje y corbata; no parecían incómodos en tal disfraz, cuando el termómetro añadía no menos de treinta y cinco grados a la humedad casi saturada del ambiente. Caminaban con prisa... ¿de qué? Yo no era capaz de entenderlo, ¿con prisa para qué? Llevaba yo tan sólo un par de días abandonado a esta holgazanería de viajero cultural, y ya me sentía realmente desconectado del flujo habitual de pensamientos prefabricados que movían a aquellas personas estresadas, en un rumbo siempre prefijado, y tal vez tan sólo esporádicamente planteado y comprendido.
Tras los edificios de oficinas y la antigua Sé, o iglesia principal, que se alzaba sobre un cerro, volví a encontrar calles angostas. La rua Buenos Aires era un despliegue multicolor de banderolas, serpentinas y decoración carnavalesca. Esta calle y las adyacentes reunían en poco espacio cientos de tiendas de ropa, disfraces, especias, artesanía, música e instrumentos musicales étnicos... Sin tráfico entorpeciendo el paso, curiosear por las cestas llenas de cachivaches era un placer.
En una de estas esquinas, de nuevo doblado por el agotamiento, entré en uno de esos lugares donde los brasileiros pasan largos ratos entre cafecinhos y alguna comida poco elaborada, y allí tomé una especie de almuerzo.
Recuperado el resuello, continué hasta el parque en el que desembocaba la rua Buenos Aires, otra isla de verdor para huir del sol. Su superficie estaba vallada, permitiendo sólo la entrada por el día, y tal vez por éso mostraba un aspecto impecable. Multitud de capivaras correteaban en libertad, solicitando comida a los paseantes. Estos roedores de aspecto simpático alcanzaban el tamaño de un perro mediano, y siendo originarios de la selva, se habían acostumbrado a convivir con el hombre.
Me hubiera gustado seguir descubriendo rincones curiosos, pero no podía más. Me había vencido el sol, necesitaba ducharme con agua helada y acostarme un buen rato en la cama.
Recuerdo la vuelta a la pensión con la mente casi perdida en el vacío, y mi cuerpo arrastrándose lenta y dolorosamente. Había pensado ir por la tarde a Ipanema para contemplar de nuevo el ocaso, pero una vez en mi cama, y pese al calor sofocante (no disponía de un ventilador, ni mucho menos...), caí dormido en cuestión de segundos.
Al despertar, el cielo estaba destilando sus últimas luces. Me dio rabia perderme el atardecer en la playa, así que salí de mi cuarto y crucé las calles a paso rápido hacia la playa más próxima, Flamingo, con la esperanza de que el Paõ de Açucar me dedicara otra bella estampa. El pobrecillo hizo lo que pudo, pero ni de lejos igualó a Ipanema.
Así recibí la noche, y volviendo despacio a Glória no esperaba nada más de la jornada. En la posada, resignado a mi retiro interior y silencioso, lavaba la ropa en el fregadero del pasillo cuando dos argentinas perlas vinieron a salvarme hablando la linda lengua española. Llevaba tanto tiempo en silencio que, sin mediar pensamiento, las asalté con una sonrisa y un "¡sos argentina!". Al principio, no encontraba las palabras ni el tema de conversación. Pero necesitaba hablar, y poco a poco me puse a tono. Cuatro horas después seguíamos conversando mientras saboreábamos un helado en uno de los últimos bares que quedaban abiertos en Catete.
Janina y Diana eran bonaerenses de origen judío que estudiaban psicología en la universidad (qué si no...). Regresaban del norte de Brasil, tras un viaje de dos meses evidenciado por la oscura tez que contrastaba con sus rubias melenas. Además de librarme de mi reclusión lingüística, ellas me dieron mis primeras lecciones sobre Brasil.
Por ejemplo, unas nociones sobre las reglas de pronunciación de la variante brasileira del portugués, que en pocos días me servirían para empezar a introducirme en las conversaciones de mi alrededor. Así mismo recibí de ellas algunos consejos sobre los lugares y ciudades que no debía dejar de visitar, y sobre los que no valía la pena conocer. O el tipo de comida que encontraría en los lanchonettes, las versiones brasileiras de restaurantes demasiado primitivos y desaliñados como para denominarlos restaurantes. Dada mi condición de viajero de bajo presupuesto, serían éstos mis citas obligadas a la hora del almuerzo.
Ésta era ya una tradición en todos mis viajes. Cuando llego a un país, siempre procuro buscar a alguien que hable mi lengua, o alguna que yo conozca, y me pueda dar unas primeras indicaciones e informaciones útiles: desde las frases que hay que aprender de memoria para pedir comida y habitación, para preguntar por direcciones, o por autobuses, hasta qué peligros hay evitar al salir ahí fuera. Igualmente datos triviales, pero importantes, del estilo "a qué hora se almuerza", "a qué hora es demasiado tarde par pedir una cena", "qué tipo de precauciones hay que tener con la comida o el agua, con la gente, qué rincones conviene evitar pasada la puesta del sol...". Qué peligros acechan en las calles o en los campos, de qué animales es preciso protegerse; tal vez información sobre algún parásito que habite en las aguas de los ríos y que desaconseje el baño por más que apetezca... En fin, las sometí a un intenso interrogatorio, aunque tratando de no ser pesado. Sin falta, la conversación derivó varias veces hacia la situación económica y anímica de su país, en plena crisis piquetera.
Como casi todos los argentinos que había conocido, Janina y Diana poseían personalidades complejas y reflexivas, un espíritu crítico tendente al pesimismo y, a la vez, un optimista y desbocado vividor lleno de pasión. Rebosaban energía, y de la chispa de sus ojos inquietos nacían pensamientos nada vanos. Y todo ello pese a sus escasos 21 años. Me sentía identificado con ellas cuando, al hablar de su país de origen, no eran capaces de disociar un profundo amor y un no menos intenso odio. En una frase renegaban de su tierra y de sus compatriotas, presos de una crisis perenne; y en el siguiente argumento exaltaban esos mismos sujetos sin los cuales no podrían vivir. Negaban tener nada de lo que sentirse orgullosas, ni tan si quiera aceptaban la evidencia de que su complejidad intelectual las hacía más interesantes que a la mayoría de las personas que yo conocía. Pero bien sabía yo que dos jóvenes de su edad nacidas en otro país, no serían capaces de aportar reflexiones como aquéllas sobre sí mismas, su vida y su entorno. Sí, definitivamente yo opinaba que tenían algo especial estos argentinos...
Para mi desdicha, por la mañana emprenderían camino al sur, de vuelta a Buenos Aires. Me hubiera gustado contar con su risueña compañía unos días más, pero tuvimos que despedirnos esa misma noche.

19 de Febrero

Desde la roñosa butaca de la estación de autobuses (Rodoviaria en brasileiro), me detengo al final de otro día. Pasadas las nueve de la noche escribo mientras espero el autobús que me lleve a Vitoria, una ciudad mediana al norte de Rio. La charla de la noche anterior con Janina y Diana me hizo cambiar de planes. Hay muchos lugares que conocer alrededor de Rio de Janeiro, como por ejemplo las ciudades coloniales de Minas Gerais; pero desde Rio hasta Salvador de Baia hay tantas cosas que me gustaría ver, que si no me pongo en camino, no llegaré allá a tiempo del Carnaval. Cuando dentro de unos meses cierre el círculo de mi recorrido y llegue por el sur de vuelta a Rio, visitaré los lugares que ahora me dejaré aparcados.
El de hoy fue otro día marcado por el sol. Pero en esta ocasión disponía ya de un plan secreto: una visita a un bosque cercano a la ciudad, la Reserva Nacional de Tijuca, a cuya sombra el sol nada podría hacer con mi cabeza. Pero la idea era salir para la ciudad de Vitoria en el autobús nocturno, así que la primera tarea era adquirir el billete.
Me levanté de buena mañana, recogí los trastos en la mochila, y la dejé en la pensión al cuidado de Umberto. Un autobús urbano me llevó a la estación para comprar mi billete de la noche. Por el trayecto desde Catete pasé por una zona de favelas, de las que tuve una impresión más cercana, aunque aún demasiado lejos. Las rudimentarias construcciones rondaban la ruina, y entre escombros, montañas de desechos y calles sin otro pavimento que la basura pisoteada por los descalzos pies de los niños que correteaban por ellas, surgía el pútrido olor de la más absoluta miseria. Era un paisaje desolador rodeado por el enclave de ensueño que ya había descrito en mi diario.
No podía dejar de comparar con otro viaje que viví a pie de calle. Recorrí más de dos mil kilómetros de la isla de Cuba en bicicleta, también con Rebeca, mi vieja compañera de andanzas. Ví de cerca cada rincón de cada ciudad, grande y pequeña, cada aldea y cada casa aislada en el camino durante la ruta. Entré en infinidad de hogares, y participé de la realidad cubana hasta la última consecuencia. Y en toda la isla no encontré algo que se pareciera ni tan siquiera remotamente a la miseria que contemplaba desde la relativa seguridad del autobús que me llevaba a la Rodoviaria. Y éso que podía imaginar sin mucho esfuerzo, que lo que yo estaba viendo en Rio no era más que el lado más afortunado del inmenso lodazal que son las favelas, y que la verdadera crudeza se encontraba callejas adentro. Al César lo que es del César; si bien pueden ser discutibles y motivo de debate los pormenores políticos del sistema cubano, con rotundidad afirmo que Cuba es, en cuanto a su distribución social y económica, un paraíso si la comparamos con el, en principio, inmensamente rico Brasil. Y eso obviando el embargo norteamericano que tanto daño ha hecho a la normal evolución del país caribeño. A lo largo de los meses del viaje, podría comprobar cuán cierta era esta hipótesis inicial.
Nada se me antojaba más parecido al infierno de Dante que las pinceladas que me llegaban a la retina, en frente de la favela. Nada más inhumano.
Sus pobladores deambulaban a menudo por el centro, buscando tal vez algo que llevarse a la boca. Cuando me cruzaba con alguna de estas personas, me sentía muy incómodo. No sé si por el peligro potencial que corría, o más bien por el hecho monstruoso de que yo iba calzado y ellos no. Casi inconscientemente, dirigía la mirada a sus pies. Si llevaban sandalias podía respirar algo aliviado. Si, al contrario, su piel desnuda sorteaba las heridas de esta tierra maltratada, se tensaba mi ánimo, comprendiendo que sería totalmente razonable y justificada una reacción violenta por su parte.
Adquirí mi billete para Vitoria y salí de la estación de autobuses. Allí mismo tomé el autobús urbano que me llevase al bosque de la Reserva Nacional Serra de Tijuca.
El trayecto fue largo, recorriendo gran parte de aquella frenética Rio de contrastes; por largas avenidas transitaba gente más afortunada que la de las favelas, aunque sólo por el hecho de andar apresurados por llegar tarde al trabajo. Éso ya era mucho.
Al final de las avenidas, la calle se estrechó, y el autobús empezó a ascender las boscosas montañas para ir alejándose poco a poco de la urbe. Curva tras curva iba apareciendo la Mata Atlántica, la colorida gama de árboles frondosos cuyos matices variaban del más puro verde a los brillos plateados, jalonados de macizos de flores y rocas desnudas. Era el paisaje perdido que antaño cubría de norte a sur todo el país, y hoy se reducía a pequeñas reservas como ésta.
Me apeé a las puertas del Parque, y en ese momento escuché a una señora hablar en inglés a los guardias de la puerta. Yo necesitaba comunicación, y sin pensarlo, inicié con ella la conversación. Nina, que así se llamaba, pasaba de los cincuenta años. Puede parecer que no fue una acompañante al uso, pero a parte de romper así mi aislamiento, descubrí en ella a una persona muy interesante. Durante el resto del día caminamos y charlamos por las sombrías sendas entre árboles enormes, salpicadas de vez en cuando por el frescor de torrentes y cascadas de agua cristalina.
La primera sorpresa me la dio cuando nos presentamos. Se dio a conocer como natural de Persia. Había huído a Estados Unidos poco después del triunfo de la revolución islámica de los Ayatolahs, que cambió la relativamente moderna y europeizada Persia, y a su tiránico Sha, por la represiva y teocrática Irán. Nina llevaba la mitad de su vida en Estados Unidos, pero abominaba de ese país de, según ella, gentes insulsas, ignorantes e ingenuas. No encontraba su lugar en el mundo. Brasil era una etapa más de un viaje que duraba ya varios meses, en el que sólo buscaba la tranquilidad y la inspiración para escribir un libro. A estas alturas de su vida, ya no pretendía encontrar una nueva patria. Era escritora, de ésas que tienen mucho que contar, y pasaba desapercibida con su apariencia bohemia y desaliñada, totalmente occidental. Hablaba despacio, y caminaba al paso de las palabras, supongo que por no dispersarlas, por no distraerlas.
Conocía Estados Unidos con la profundidad de quien ha pasado en el país casi toda la vida, y con el espíritu crítico y analítico de quien procede de otra cultura y descubre a cada paso las contradicciones del día a día, que pasan desapercibidas al común de los nativos.
Sus teorías podrían parecer algo descabelladas, pero en muchos detalles yo estaba de acuerdo con el análisis que ella hacía de la situación política actual: desaparecido el equilibrio entre antagonistas que supuso la guerra fría, Estados Unidos se encontraba como único poder sobre el planeta. Nadie podía ya impedirle forjar el imperio tecnológico y militar que pretendía construir desde principios de siglo. Del Imperio Romano había aprendido lo que otros como Hitler no habían sabido observar: un imperio necesita para mantenerse en pie una legitimidad en sus acciones, que no le cree enemigos en sus colonias y aliados, y que dote al pueblo que por dentro lo sustenta de la creencia en que, con sus guerras, salvan, liberan, redimen al mundo. Esa legitimidad, por supuesto, es ficticia, pues nada es tan inmoral como conquistar y colonizar soterradamente otros países por el mero interés político y económico de la metrópoli. Pero cada acción será enmascarada por una estudiada excusa que a los ojos del mundo la presente como una legítima defensa o como una intervención para salvar a aliados, y no como lo que en realidad es: un puro saqueo, una destrucción vana, un sufrimiento para pueblos que sólo tratan de sobrevivir.
La coartada moral siempre está presente en la dinámica imperial de Estados Unidos. Durante la guerra fría apareció ante el mundo como el salvador de la democracia frente a las revoluciones socialistas, pese a que para ello creó todas las sangrientas dictaduras militares del planeta. Pero desaparecida la Unión Soviética, necesitaba inventarse un enemigo que le permitiera seguir actuando a su antojo. El enemigo que eligió fue el terrorismo islámico. Comprendieron que sería la excusa perfecta, no sólo para seguir siendo los salvadores del mundo con carta blanca, sino también para poder conquistar los países que guardan las últimas reservas de petróleo de la Tierra: los países árabes. Las conquistas serían muchas veces militares; pero no todas: no siempre les resulta necesaria la intervención armada para conseguir la exclusividad de los contratos de explotación del petróleo, o los favores de los gobiernos títere de turno.
Con una economía en franco retroceso y al borde de otra crisis, y viendo cercano un punto en que la Europa unida sobrepase su hegemonía económica y su autoridad moral, Estados Unidos, además, necesitaba seguir iniciando acciones armadas sobre otros países para reactivar su principal industria y fuente económica: la del armamento. El Imperio estaba salvado con tal de conseguir una excusa para iniciar la Cruzada contra el terrorismo.
Hasta aquí no era difícil estar de acuerdo con el razonamiento de Nina. Lo que venía a continuación era algo mucho más hipotético y discutible. La excusa en cuestión debía ser fabricada con precisión, y no importaban los medios ni el coste, pues el fin era inmensamente provechoso: en medio de este escenario surgió Bin Laden y su atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, dando paso a la primera página del libro imperial. ¿Fue Bin Laden el tonto útil de toda la trama, o realmente fueron la CIA, los lobbies del petróleo o el armamento y los poderes fácticos norteamericanos, los que organizaron el atentado? Ningún árabe ganó nada con ello; sólo Estados Unidos salió ganando de la tragedia. Ganando un Imperio global.
La discutible teoría de la conspiración había llegado a mis oídos anteriormente, pero Nina no era una persona más de la calle, sino una estudiosa de la Historia que analizaba las claves de su tiempo, conocía el Imperio por dentro, y razonaba con argumentos. Sólo pretendió sembrar en mí la duda, y creo que lo consiguió.
En esta y otras conversaciones pasamos el día, sin dejar de caminar entre los altísimos árboles y lianas de la maraña selvática de aquel bosque sin luz. Recuerdo unos frutos enormes, mayores que una sandía, pero con el aspecto de una chirimoya de corteza dura, que crecían en árboles de alturas considerables. Debía de ser su época de maduración, y de cuando en cuando caían desde más de veinte metros de altura, con un estruendoso efecto sobre las entrelazadas ramas que encontraba en su camino hasta estrellarse contra el suelo. Daba pánico verlos caer, pues en caso de aterrizar sobre nuestra cabeza, con certeza la cosa no habría quedado en un simple susto.
Una pequeña laguna albergaba tortugas de unos treinta centímetros de diámetro, nadando entre peces de colores. A las migas de mi bocadillo acudían en enjambre, y su chapoteo se unía al susurro de la brisa para transmitirme la paz que había venido a buscar a este viaje. Aunque la conversación con Nina era muy fluída, también nos dábamos largos silencios con los que disfrutar de todas aquellas sensaciones.
Un poco más adelante, en una preciosa cascada entre rocas, un grupo de brasileiros se bañaba con alboroto. Con tanto aspaviento, imaginamos que el agua vendría helada de algún manantial próximo. Temblaban de frío, tanto en el agua como al salir a secarse fuera de ella. Pero en cuanto la toqué comprobé que no era más que una cálida sopa cristalina, eso sí, no tan caliente como la de las playas tropicales a las que ellos estaban acostumbrados. Para mí era una temperatura deliciosa, y sin dudarlo, dejé al cuidado de Nina todo lo que llevaba encima, excepto el pantalón corto, y me lancé a una ducha en el paraíso. Gozando de aquel descanso bajo la cascada, tomé conciencia de estar deteniendo el tiempo para pensar, en medio del silencio humano que me traía el ruido ensordecedor del agua al caer con fuerza sobre mi cabeza. Fue un momento de intimidad conmigo mismo.
El paisaje era modestamente lindo. Una brecha en la roca dejaba desplomarse una cortina de agua que, como si quisiese presumir tanto de fuerza como de delicadeza, se dejaba caer con estruendo por su medio, a la vez que acariciaba suavemente los musgos y las extrañas plantas acuáticas que decoraban las paredes rocosas. El sol no llegaba hasta allí; alrededor, apenas jirones de cielo fragmentados entre enormes árboles que cerraban el paso al sol. No era el lugar más lindo que yo había conocido, pero poseía la belleza de todo lo que es bello porque es único. Como es único cada milagro de vida, cada ser que sintió un soplo de vida sobre la Tierra, cada rincón de este planeta maravilloso que los vio crecer.
Y yo me sentía completamente feliz.
Tomé conciencia del momento irrepetible. Tomé conciencia de estar vivo, de ser capaz de ver, de oír, oler, sentir en mi piel todo aquel paraíso. Tocando con dulzura los musgos y las hojas mojadas podía sentirme cómplice de la vida que latía en la clorofila, que se ofrecía tan mansa e indefensa a mi mano caprichosa. Sentía que, de arrancar una sola de aquellas hojas, me estaría mutilando a mí mismo. Y en mi mente tomaba forma la consciencia de que estaba allí para disfrutarlo y para tomar conciencia de que lo disfrutaba. ¡Qué sensación de euforia, qué amor desbocado a la vida! Era uno de esos momentos que me gusta guardar en mi colección de momentos. Es esa colección de momentos lo único que aspiro a engrosar en mi paso por este mundo, lo único que me acompañará a la tumba, y que habrá dado sentido a mi vida. Momentos de Naturaleza, de personas, de amores, de alegría, de palabras, de pensamientos,...
Y bajo la renovadora melena de agua que aceleraba mi corazón, recordaba a tanta gente que me dio por imposible, que jamás entendió el por qué de mi pasión por los viajes. No podía creer que la mayoría de las personas que conocía pasarían por esta vida sin haber sentido, por ejemplo, las indescriptibles sensaciones que me abrumaban a los pies de aquella cascada en Tijuca, un modesto cuadro que para mí había llegado como paraíso. Que nunca serían capaces tan si quiera de imaginar lo que habían visto mis ojos en mi corta vida de viajero, la libertad que había experimentado mi alma a salto de mata con una mochila roñosa, o la fuerza incontenible de una tormenta batiendo mi corazón a lomos de una bicicleta. O la emoción del descubridor al ser salvado de alguna desventura por indígenas, como por ejemplo me sucedería meses después. Nina sabía perfectamente de qué le hablaba cuando después compartí con ella estas reflexiones.
Continuando el camino por la parte más alta del parque, entre grandes rocas redondeadas por la erosión, nos alcanzó una tormenta fugaz, de las que se van tan rápido como llegan. Por suerte, entre las rocas encontramos una gran cueva que nos protegió del chaparrón. Una vez se marcharon las nubes, quedaba poco más de día, y contemplamos los rayos del ya muriente sol entrando rasantes en el bosque. Los troncos, las lianas, las enredaderas y sus reflejos en el agua, se tornaban progresivamente anaranjados. Un largo silencio nos envolvió de nuevo.
Justo antes de llegar a la salida del parque, volvimos a contener la respiración ante una enorme catarata.
Una cascada es como un ser vivo, en permanente movimento, nunca igual a sí misma en otro instante. Algunas son sólo un salto de agua al vacío, cayendo rompiente al fondo de un estanque. Otras, como la que ahora recorríamos con la vista en Tijuca, son una colonia de formas y dinámicas artísticas. El agua se desliza en finísimas capas de un velo translúcido, que se vuelve blanco en los pliegues espumosos. La roca juega con ella, quiere retenerla en su pecho, en sus manos, en cada saliente que le permitiera asirla a su cuerpo. Si éso, ay cielos, fuese posible. Mas todo esfuerzo es infructuoso, ya que el Agua se divierte escapando siempre: saltando hábilmente aquí, ondulando su falda de tul allá. A veces se concentra rápida en un canal angosto de la aparatosa roca, incapaz de reaccionar; o se separa en torrentes diagonales. Otras veces recorre con erótica lentitud una parte más afortunada de la piedra, que de poder, soñaría con ella esa misma noche. En su pausa crea suaves ondulaciones, que se suceden unas a otras para acariciar y calmar al amante dolorido. Finalmente acaba zambulléndose en sí misma, más abajo, quedando de placer dormida a los pies de su montaña, que la extrañará por siempre. Sin embargo, este Agua caprichosa y algo consentida, actúa como esa mujer que jamás mostraría sus sentimientos reales, que prefiere llevárselos al silencio y dejar sufrir al amante desesperado por su aparente indolencia; pero en el momento de mezclarse en la nada del estanque, volteará la vista por no perderse en ella sin ver por última vez a su querido loco enamorado. Es su manera de vivir su amor hacia él. La escena se repite hasta el infinito,un día tras otro, y ambos saben que no existe un final feliz para su historia. No puedo evitar compadecer a esa pobre roca enamorada, como a la no menos desdichada colegiala traviesa y angelical que es el Agua, eternamente demasiado joven para amar o para dejarse amar.
Imaginando, recreándome en cada línea de la escena, en su evolución y en su ciclo nunca cerrado, he pasado mucho rato, en completo silencio. De tanto mirar cada rincón hubiera podido dibujarla de memoria, si no fuera porque no habría sabido qué instante, de los infinitos que me ofreció la cascada, me hubiera gustado plasmar.
Volvimos en Metro hasta Catete, y nos despedimos allí mismo. Nina había sido una compañera perfecta durante aquel día de palabras, silencios, y emociones compartidas. Pero nuestros caminos se separaban allí, y sin extender innecesariamente el ritual de la partida, nos separamos sabiendo que nos acompañaríamos de pensamiento durante mucho tiempo.
Recogí la mochila de la pensión, y salí para la Rodoviaria, rumbo a Vitoria.

20 de Febrero

Otro asunto que me preocupaba era cómo llevaría lo de viajar en autobús. Las distancias eran tan enormes en Brasil, que cada pequeño salto en el mapa suponía una docena de horas en la carretera. Disponía de mucho tiempo, pero no quería desaprovechar días enteros de insoportable aburrimiento en un autobús. La ventaja de hacerlo por el día era que permitía disfrutar del paisaje, llevarse una idea más exacta de las dimensiones de este país tan extenso como un continente. Sin embargo, para ello el plan consistía en ponerse en marcha a primera hora de la mañana, y llegar al destino pasado el anochecer. Suponía perder todo un día sentado en una incómoda butaca en lugar de vivir experiencias más interesantes. Por otra parte, llegar a los destinos de noche no era la mejor idea, habida cuenta de la peligrosidad de sus calles. En Brasil, las ciudades se quedaban desiertas, bajo el dominio de ponzoñosos habitantes nocturnos, a partir de las 6 de la tarde, hora tropical de la puesta del sol. Deambular con todas mis pertenencias después de esa hora no era deamasiado sensato. Y por supuesto, llegando de noche reventado del viaje, lo único que me apetecería sería darme una ducha e irme a dormir. No quería éso, es decir, pasar días completamente en blanco.
Decidí, pues, que de no haber en el recorrido un paisaje de especial belleza que valiera la pena ver desde la ventanilla del autobús, viajaría por la noche. Sabía que las primeras veces se me haría duro, porque me resultaría difícil conciliar el sueño en el asiento poco ergonómico de un autobús. Pero en un par de viajes me acostumbraría, y lo demás serían ventajas: llegar al destino al alba, aparte de ahorrarme una noche de pensión, me dejaba todo el día por delante para aprovecharlo conociendo el lugar. También, sin la presión de los peligros nocturnos, tenía más libertad para pasear y elegir bien un alojamiento acorde a mis pretensiones. Como las horas de sueño eran ineludibles, si las aprovechaba para desplazarme podría sacar el máximo partido al viaje.
Ya me lo esperaba, la primera noche en autobús fue dura. Traía de España una almohada hinchable para acomodar la cabeza, y ropa larga para no pasar frío con el aire acondicionado. Pero sólo dormí a ratos, poco y mal, y cuando llegué a Vitoria con el amanecer tenía el cuerpo molido, y un sueño terrible. No sabía si quedarme en Vitoria, o buscar un pueblito tranquilo con playa para descansar y empaparme de brisa.
Parecía una ciudad acogedora, o al menos nadie me miraba con ojos venenosos. Tal vez mi gran lobo había sido Rio de Janeiro, y al salir de ella me sentía injustificadamente más seguro. Sí, ciudades como Vitoria eran mucho más tranquilas que Rio o Saõ Paulo, pero fui un incosciente cuando, olvidándome de toda precaución, salí de la estación con mi mochila al hombro dispuesto a pasear los cuatro kilómetros que me separaban del centro. No me sucedió nada, pero fue cuestión de suerte: conforme fueron pasando las semanas y conocí mejor Brasil, me dí cuenta de la tontería que hice en Vitoria.
Sea como fuere, caminé durante un buen rato por la avenida que pasaba paralela al largo muelle del puerto. Vitoria se encontraba en el estuario de un caudaloso río, que influído por las mareas de la desembocadura a la que llegaba poco después del centro de la ciudad, cambiaba el sentido de su flujo según el momento del día. El mismo tipo de paisaje de Rio se repetía allí. Emergían inmensos bloques de roca redondeados, como senos verticales, ofreciendo un negruzco contrapunto al verde omnipresente, y en ambas orillas del río crecía la ciudad.
La arquitectura era sencilla y funcional, y ni si quiera su centro antiguo ofrecía ningún rincón interesante. El sol despuntó sobre los tejados más bajos, y en cuanto llegó se hizo notar con su aplastante presencia, relegando hasta otro amanecer la frescura de la mañana.
Desayuné lo que encontré en algún puesto callejero, y paré a descansar a la sombra de los árboles de la plaza principal. Unos niños y niñas de poco más de seis o siete años hacían grupo a unos metros de mí. No me recordaban a un grupo de niños que juegan, sino a adolescentes sentados en un banco, con una actitud muy distinta. Sus pies se encontraban desnudos, y los jorguines les oscurecían toda la piel. Eran meninos da rua, los niños de la calle. El efecto más inhumano de la miseria. Abandonados, sin familia, sin medios de subsistencia a parte de la delincuencia, abocados muchos de ellos a las drogas de los pobres, tales como el pegamento inhalado. A nadie le preocupa su suerte. Para muchos, incluso, no eran más que parásitos que la policía debía limpiar de las calles, como así fuera durante los vergonzosos años de los Escuadrones de la Muerte. Se agrupaban como lo hacen los peces en el mar, por la seguridad de que, en el conjunto, era más fácil no ser presa de depredadores. Y su actitud no era la de niños, sino la de quien quiere parecer mayor de lo que es, quizás con la esperanza de crecer cuanto antes para dejar de ser presa, y convertirse en depredador en la selva humana de la calle. Yo comía unas galletas sentado cerca de ellos, y los observaba con respeto y el corazón encogido.
En ese momento se acercó a mí un anciano y me habló. Viendo que apenas podía comprender lo que me decía, hizo un esfuerzo por hablar palabra por palabra, y conseguí entender que me estaba avisando sobre los niños. Me advitió de que debía tener mucho cuidado con grupos como aquél, pues según afirmaba, eran frecuentes sus ataques a quien portara cualquier cosa de valor. Sin nada que perder más que la vida, no dudarían en segársela a un incauto como yo por llevarse algo con lo que sobrevivir un día más. Eran frágiles niños, pero atacaban juntos, armados con cuchillos, y a veces con algún arma de fuego. En países hispanohablantes se les conocía como los Maras, en alusión a la marabunta, ese indómito conjunto de diminutas criaturas que sumando sus fuerzas se hacen incontenibles.
Hubiera sido muy fácil recorrer todo el país sin toparse con estas situaciones extremas y lamentables. De hecho era precisamente éso lo que hacía la mayoría de los turistas que conocí durante el viaje. Para ello sólo había que ir saltando por los muchos destinos turísticos de la costa, preparados expresamente para hacer sentir al extranjero en un pedazo de paraíso, lejos de los problemas reales de la gente. Pero no era ése el fundamento de mi viaje. Yo visitaría los lugares exóticos, por supuesto, pero también quería sentir de cerca los problemas, las miserias, los meninos da rua… Sin embargo, con mi tarjeta de crédito y unos cuantos reales en mi riñonera, no debía tentar a la suerte. Así que me levanté discretamente y caminé hacia una calle más concurrida.
Había tomado precauciones para llevar protegidas mis pertenencias en momentos como éste. En mi mochila llevaba medicinas, un saco de dormir, una ligera mosquitera que servía de tienda de campaña y que yo mismo me hice en España; ropa, gel de baño, una toalla pequeña, la cámara de fotos, sandalias para las duchas, y cosas así: es decir, lo indispensable para poderse mover, pero nada que no fuese fácilmente reemplazable. En una riñonera plana que me cosí a medida, ceñida a mi cintura y oculta bajo la ropa, metía las cosas importantes pero no vitales: el pasaporte, el billete de vuelta a España, algo de dinero, y una tarjeta de débito para los cajeros automáticos. Eran éstos bienes de importancia, pero sustituibles con sólo llamar a la embajada, al banco, o a la compañía aérea.
Por último, llevaba en un pequeño bolsillo, enganchado por dentro a mis calzoncillos mediante un imperdible, lo que sí era vital para la continuidad del viaje: una tarjeta de crédito, y el grueso del dinero. No solía llevar demasiado dinero encima. La idea era ir retirándolo, según lo necesitaba, de cajeros automáticos mediante la tarjeta de débito, por lo que nunca acarreaba más de unos 100 euros. Ésa era una cantidad excesiva para el coste de la vida en Brasil. Equivalía al salario mensual de un trabajo relativamente bien remunerado. Pero la comisión mínima que me cargaba mi caja de ahorros al retirar dinero de los cajeros, aconsejaba sacar las menos veces posibles, y siempre cantidades en torno a los 100 euros para reducir todo lo posible la comisión cobrada.
La tarjeta de crédito me servía para pagar los billetes de autobús, y como seguro en caso de que me robaran la de débito. Por ello intentaba siempre mantener las dos tarjetas separadas: si perdía una, aún me quedaría la otra para sobrevivir hasta que, poniéndome en contacto con el banco o la embajada, obtuviese el repuesto. A veces, como en este paseo con todas mis pertenencias encima, metía en mi zapato una de las tarjetas, y en el calcetín algún dinero, de manera que, por pura distribución física, en caso de robo hubiese más posibilidades de que el ladrón se dejase alguna cosa por llevar.
Tanto el bolsillo interior como la riñonera iban ocultos, con lo cual no debía temer que me los robaran por el habitual método del tirón. En previsión de tirones, si no tenía más remedio que llevar conmigo las riñoneras valiosas, como así era en este paseo por Vitoria, utilizaba un método de despiste. Sobre mi ropa, bien visible, llevaba una riñonera exterior adicional, a la manera de los turistas despistados, pero con cosas tontas sin ningún valor: una linterna, hilo y aguja, un mechero, el cepillo de dientes, unos pocos reales, y tarjetas de débito, auténticas, pero caducadas. Calculaba que con ello, un ladrón de poca monta se llevaría corriendo esa riñonera "falsa", y para cuando descubriera que no tenía nada, yo ya estaría a salvo. De no mediar violencia, cosa algo menos habitual de día, un carterista normal no encontraría mis riñoneras interiores. Sin embargo, de noche las calles se vaciaban. Un robo con violencia era mucho más probable, y en el primer cacheo descubrirían mis bienes ocultos. Por eso, de noche procuraba no llevar los "tesoros" encima. Dejaba el bolsillo y la riñonera escondidos en algún lugar dentro de la habitación de la pensión correspondiente, que normalmente cerraba no sólo con la llave de la puerta, sino con un candado al efecto cuya única llave poseía yo.
Por supuesto, no llevaba en la muñeca un buen reloj. Ya sabía que ésa era una de las cosas que más atraían la atención de los ladrones. Pero necesitaba un reloj, por ejemplo, para no perder la infinidad de autobuses que tomaría durante el viaje. Lo que hice fue comprarme el más barato que encontré, un "made in Taiwan" para niños, digital y de plástico. Pérdida menuda en caso de asalto.
Otro momento de vulnerabilidad eran las noches durmiendo en autobuses. Por el lado de la mochila no me tenía que preocupar demasiado, ya que en cada uno había un revisor cuyo cometido principal era facturar el equipaje; sólo él guardaba los bultos en el maletero, y sólo él los devolvía si el pasajero presentaba el resguardo correspondiente. Por si acaso, no dejaba en la mochila mis "tesoros", y dormía con la riñonera interior y el bolsillo secreto dispuestos en la cintura. Y si en algún momento debía sacar o meter algo en ellos, me aseguraba de hacerlo oculto de miradas ajenas, por ejemplo, en un baño público y a puerta cerrada, o en el baño del autobús. Con el paso de las semanas fui mimetizándome con los brasileiros hasta no llamar la atención más que cuando me desplazaba con mi mochila desde la estación a la búsqueda de una pensión o viceversa; pero en estos comienzos era básico, dado lo fácil que era para ellos saber que era extranjero, ser lo más discreto posible.
Cuando dejaba todo al cuidado de las pensiones, no salía sin nada a la calle: siempre cogía unos pocos reales, el equivalente a unos tres euros, aunque no los fuese a gastar. El caso era que, ante un robo, era mucho peor mostrar que no llevaba nada encima y arriesgarme al navajazo de rabia del atracador, que dejarle contento con unos pocos reales sin trascendencia. Era ése un consejo que circulaba entre viajeros, y que convenía observar.
Con todo, aunque la descripción de tanta precaución pudiera transmitir la imagen de que Brasil era poco menos que un inmenso Bronx, no lo era tanto. De hecho, en los seis meses de viaje, apenas tuve algún percance sin importancia. Pero la clave de esa capacidad para esquivar los problemas sería precisamente este buen planeamiento desde el principio. Mucho tiempo después, de regreso a Madrid, esta inercia me salvaría de algún atraco en las también peligrosas calles de Atocha.
En resumen, se trataba de tomar ciertas precauciones de perogrullo, y por ello andar tranquilo y sin preocupación. Esto era importante, ya que una actitud miedosa o conservadora atrae a los vampiros. Y en caso de no poder evitar un rincón o una calleja de pinta peliaguda, vigilar cualquier movimiento extraño, cualquier actitud dubitativa, cualquier cambio de rumbo injustificado en las personas que los pueblan. Sospechar más de las miradas de reojo que de las miradas frontales. Evitar, al pasar, quedar encerrado entre un individuo y la pared; asegurarse siempre una dirección de escape si la cosa se pone fea. Rodear por fuera un grupo, nunca atravesarlo por su medio. Y si se detecta el peligro, poner pies en polvorosa por la ruta de escape que siempre tiene que estar calculadamente presente. En los seis meses sólo tuve que emplear estas técnicas más extremas en un par de ocasiones, saliendo airoso de ellas; y el aspirante a viajero no debería disuadirse por todas estas descripciones: llegué a tales extremos por arriesgarme innecesariamente, a altas horas de la noche, o en lugares realmente peligrosos que cualquier viajero podrá evitar, si quiere, sin dificultad.
Por todo ello, aunque el nivel de alarma en mi paseo por Vitoria era reducido, hubiera hecho mucho mejor, por ejemplo, dejando mis cosas al cuidado de la consigna de la estación. Para la próxima ocasión, tendría más en cuenta todo esto.
Hacia el medio día decidí que aquella ciudad no tenía mucho interés, y me decanté por una localidad playera cercana, Guaraparí. Era un lugar de vacaciones para los brasileiros de clase media, fuera de las rutas turísticas internacionales. Tal vez no era aún momento de retirarme a donde, seguro, no llegaría ningún extranjero a parte de mí; todavía no había empezado a balbucear el brasileiro, y sabía que rodeado sólo por nativos tendría pocas oportunidades de salir de la soledad. Pero me pareció interesante conocer la manera en que se relajaban en su tiempo de ocio, y de paso estirar las piernas sin mayor cuidado.
Por las calles ya abrasadas del mediodía volví a la estación de autobuses. A menos de una hora, por la carretera de la costa, llegamos a la apacible Guaraparí. Me planteé la estancia como un relax tras los días en Rio. Aunque en general éstos habían sido agradables, el miedo escénico a la gran urbe me había mantenido en una continua tensión, y ahora necesitaba dejar en la espuma de un mar amigo todo el estrés acumulado.
No se me había olvidado que apenas había dormido esa noche, ni que pese a ello había pasado casi seis horas caminando por Vitoria con la mochila a cuestas. Bajé del autobús y casi me arrastré bajo un sol de justicia a la tasca más próxima. Del agotamiento no tenía ni hambre, tan sólo sed, pero algo debía almorzar. Pedí un par de salgados, unas sencillas empanadas de pollo. Y comenzando a transgredir las básicas precauciones sanitarias, calmé mi sed con dos zumos helados de lima. El problema de estos zumos era que los preparaban en el acto, mezclando la fruta o su jugo con un agua y un hielo poco fiables. Unas cucharadas de azúcar, y a la batidora. Era arriesgado tomarlos, cualquier guía de viajes los desaconsejaba. Pero yo siempre trataba de, poco a poco, adaptarme a las bacterias del país. Pensaba que si ellos podían resistirlas, yo no debería tener más problemas. Claro está, al no estar acostumbrado al tipo de microorganismos de estos climas, había una alta probabilidad de pasar unos días de atroz diarrea. En todos mis viajes había hecho lo mismo. Al principio cuidaba mucho lo que comía, y sólo bebía agua que yo mismo trataba con lejía. Una pieza básica de mi equipaje era un pequeño bote con lejía pura. Dos gotas por litro de agua, siempre agua del grifo, y después la dejaba reposar media hora. No había agua insalubre que no se pudiera beber tras este procedimiento, con la salvedad de las aguas estancadas, pues contra las larvas de ciertos parásitos intestinales, la lejía nada podía. Pero poco a poco intentaba reducir la proporción de lejía, de dos gotas a una, y con el tiempo a ninguna. Igualmente comenzaba a ingerir alimentos locales, por lo general cocinados en limitadas condiciones higiénicas; a beber los zumos callejeros, o a lavar la fruta en lugar de pelarla. Supongo que cualquier médico se echaría las manos a la cabeza si leyera esto, pero el proceso siempre era el mismo. Normalmente, cuando progresivamente iba recortando las precauciones alimenticias, siempre me tocaba pasar un día de dolor de tripa y diarrea; pero pasada la pequeña crisis con un poco de tanagel (otra pieza indispensable en el botiquín), mi cuerpo quedaba inmunizado para lo que le echaran, y ya podía comer y beber lo que quisiera, sin efectos indeseados. Supongo que no haría esto en países con condiciones más extremas, pero en los lugares de Sudamérica que recorrí no se oían casos de cólera, hepatitis, u otras enfermedades contra las que un cuerpo adaptado no bastara.
Me tomé mi tiempo en el lanchonette, refrescándome con los zumos fríos y tratando de conversar con algunos hombres que tomaban, una tras otra, copas de ardiente cachaça. No debían de ver llegar muchos viajeros por allí, pues no di abasto para saciar su curiosidad sobre mi viaje. Especialmente preguntón fue un viejo marinero ya varado en tierra, que anduvo por puertos de todos los mares en los años setenta. Sus ojos traslucían nostalgia de tiempos mejores para él, y tal vez para todos, tiempos desvanecidos que estuvieron llenos de una esperanza de la que la humanidad actual carecía ya. Tiempos sin sida, tiempos con todo por hacer, con mucho por soñar. Aquel marinero canoso guardaba, cubiertas de polvo, mil historias, y con certeza una novia ya olvidada en cada puerto. Me observaba con una expresión paternal, tal vez sintiendo en su interior que yo bien podía ser su relevo en los caminos.
El aire espesado por la humedad requemada estrujaba los cuerpos y las mentes. La piel de todos brillaba empapada de sudor, y un escueto ventilador giratorio bendecía por tiempos a cada uno de los presentes, que en su momento de aire respirable estiraba levemente el cuello y balanceaba la cabeza hacia atrás, haciendo una pausa en la ya de por sí parsimoniosa conversación, como para repartir mejor la breve frescura. Sentado en la banqueta, descubría sonrisas agradables de muy lenta evolución. Todo avanzaba despacio, el tiempo mismo parecía presa de una escala distinta. Un lejano rumor mecánico, casi imperceptible, llenaba el escaso hueco que el calor dejaba en los silencios prolongados.
El instante en el bar fue interesante, pero no daba mucho más de sí. Era hora de buscar alojamiento y echarme una siesta para recuperar las fuerzas perdidas.
Por puro agotamiento me quedé con la primera pensión que encontré, cerca de la estación. Ahí resolví una duda básica para el planeamiento del viaje. Comprobé que, incluso en un lugar de vacaciones como Guaraparí, en pleno cénit del estío brasileiro, podía encontrar una habitación limpia y confortable por diez reales, algo más de dos euros. Era un alivio, pues significaba que mis previsiones presupuestarias se cumplirían. Conociendo el precio de los autobuses, la comida y los alojamientos, me salía una holgada cuenta de unos 250 euros de gastos mensuales.
No podía más. Estaba tan cansado que, tras una ducha fría y relajante, me quedé dormido tan pronto me tendí sobre la cama.
Me desperté pasadas las dos de la tarde, y necesité otra ducha para despejarme.
Siguió un paseo hacia el centro. Al igual que en Vitoria, el mar penetraba en la tierra entre oscuras rocas y manglares, cortando en dos el espacio de la ciudad. Crucé el largo puente que unía las dos orillas para encontrar una típica villa de vacaciones estivales, que bien podría ser Benidorm o Benicassim. Como ya sabía, Guaraparí recibía turismo de familias con hijos, y alguna despistada pareja de novios, tal vez aprovechando el apartamento de sus padres. Tiendas de ropa y regalos, carteles luminosos por doquier, altos edificios de apartamentos, y todo lo habitual en lugares de este estilo. Para mí, lo bueno era poder caminar completamente descuidado de amenazas extrañas; sentarme en la playa a contemplar el atardecer y escuchar las olas, mientras que con la música de moda que venteaban los altavoces de los chiringuitos, se mezclaban relajadas charlas familiares, alborotos de niños jugando, de correrías por la arena.
Por la noche volví a la orilla en la que se enclavaba mi pensión. Me dediqué a recorrer el paseo marítimo que bordeaba la playa. Era indistinguible en su fisonomía de las urbanizaciones costeras españolas: la fila de bloques de apartamentos orientados al mar, la avenida de rigor, y tras ella un amplio carril peatonal ciñendo la arena de la playa. Cada cien metros, un bar con terraza, donde al refresco de una cerveza los veraneantes descansaban del sol escuchando música en vivo. Un teclista, un par de guitarras, y una voz siempre sensual degustando melodías de palmeras y ocasos encendidos.
Éste, como el día siguiente, me resultó bastante insípido. Con paciencia comenzaba a entender el endemoniado acento, pero seguía sin ser capaz de entablar una conversación, y mucho menos de trabar la más mínima amistad. Supongo que, aislado de tal manera, y caminando solitario entre la gente, me verían como un tipo raro e insociable... Pero, ¿qué podía desear más en ese momento que socializarme?
Era cuestión de tiempo que surgieran las oportunidades, así que preferí no obsesionarme con ello. Me dediqué, pues, a saborear la también agradable soledad, e incluso disfruté de algún momento emotivo, contemplando la luna y su reflejo arañado sobre las cárcavas de la negra superficie del mar. Sentado sereno en la arena, dejando que la brisa fresca de la noche me hablara, escuchaba los bossa-novas que alguien cantaba acompañado por los mágicos acordes de una guitarra. Y sin prisas, despedí un día más.

21 de Febrero

Para evitar cargar un peso excesivo en la mochila con la que tantas veces tendría que caminar, reduje al mínimo la cantidad de ropa. Me bastaba con dos camisetas, una de manga corta y otra sin mangas; me cambiaba diariamente, y todos los días lavaba la que me quitaba, para tenerla lista al día siguiente. Igualmente sólo disponía de dos pantalones cortos, y alternaba uso y lavado de la misma manera. No llevaba muchas más mudas de ropa interior, y sólo añadía a todo esto unos pantalones largos de chándal y un jersey de cuello alto, que utilizaba para protegerme del frío aire acondicionado de los autobuses. Por supuesto la ropa se me fue gastando, y según transcurrió el viaje, cambié esta o aquella prenda deshecha por una nueva comprada en cualquier mercadillo.
Por ello, parte del ritual de cada día consistía en lavar la ropa que había usado el día anterior. Según me viniera mejor, lo hacía por la noche o por la mañana. Un par de horas tendida le bastaba para secarse.
En este día de más aburrimiento que aventura, elegí la mañana para hacer la tarea. Después, hasta el mediodía anduve por las playas y entre las calles poco atractivas de las urbanizaciones, buscando alguna escena curiosa en que observar a sus moradores, y que me ayudara a conocerlos mejor.
Todavía no me había bañado en el mar brasileiro. En Rio no lo hice por no dejar descuidada en la arena la mochililla de tela que en los paseos llevaba con algo de comida y unos reales para tomar algún refresco. No era un objeto valioso, pero sabía que con toda probabilidad me la robarían en el acto. La playa de Flamingo, demasiado cerca del puerto, no se me hacía apetitosa para el baño, y la de Ipanema quedaba muy lejos de mi posada como para poder ir a bañarme sin nada más que el bañador y una toalla. Así que Guaraparí, con la playa a tan sólo doscientos metros de mi pensión, sería el escenario de mi bautizo atlántico.
El sol ya me había golpeado desde que arrivara a las costas de Brasil, y de hecho nunca salía a pasear sin un pañuelo negro liado a mi cabeza a estilo pirata. Sin su protección, las quemaduras y la insolación me hubieran relegado a la sombra desde el segundo día de viaje. Estuve a punto de meterme al agua sin despojarme de la camiseta, por no quemarme mi pálida piel de invierno europeo; pero opté por no dar más la nota, que bastante se debía de hablar ya del gringo que paseaba solo de acá para allá, así que decidí quitármela. El baño no duró más de cinco minutos; sin embargo, y pese a una abundante mano de protector solar que me extendí por la piel, fue tiempo suficiente para que mi espalda y hombros se enrojecieran, y el resto del día me molestaran al roce con la camiseta.
En rara ocasión volví a tomar el sol sin ropa. Si lo hice fue siempre con protector solar, durante unos pocos minutos, y en momentos del día en que el astro ya rondaba su ocaso. Cubría de crema solar las partes de mi cuerpo que quedaban al descubierto, brazos piernas y cuello, aunque poco a poco fui disminuyendo la dosis hasta eliminarla por innecesaria cuando conseguí adaptarme. En un par de semanas tomé mi aspecto definitivo en el viaje: un cuerpo muy blanco siempre escondido del sol, contrastando con unos brazos y piernas bien tostados. La cara fue otro cantar, siempre cubierta de crema hasta donde llegaba el pañuelo, que me tapaba desde la frente hasta la nuca. Se me fue poniendo la piel oscura, y apareció pronto una visible marca, bastante ridícula, que separaba lo moreno del blanco que el pañuelo dejaba debajo de sí. Para colmo, por más que me renovaba cada hora la capa de protector sobre la nariz, ésta andaba siempre quemada por su naturaleza algo respingona, y por días que formaron un ciclo sin fin, mi nariz se pelaba, se quedaba blanca de piel nueva, se volvía a quemar, se pelaba… Mi retrato era hilarante, pero no tenía más remedio que aceptarlo; después de todo no estaba allí para presumir de belleza, sino para introducirme en la vida y en la vorágine de sensaciones del país, y para eso bien podía tener la nariz a la cazuela.
Sin nadie con quien compartir otro tipo de momentos, trataba de encontrar los míos durante las agradables y frecuentes paradas que hacía entre paseo y paseo. No había nada como un cafecinho, negro, bien cargado de azúcar según el estilo local, sentado en una terraza frente al mar, al cobijo de la sonora sombra de las palmeras mecidas suavemente por la brisa. Un buen café apenas costaba el equivalente a 20 céntimos de euro, por lo que no tenía excusa para no permitírmelo cada vez que me apeteciera un descanso, que era un incontable número de veces al día. Si el calor apretaba más, lo dado era un suco de frutas, muchas de las cuales tenían nombres, sabores y texturas completamente nuevos para mí.
En las terrazas surgían ocasiones en que intercambiar algunas palabras con quien viniera a mano, y sólo así, practicando, podía empezar a soltarme con la nueva lengua.
El más largo de estos intentos de conversación sucedió por la noche. De tanto caminar, mi paseo parecía ya una maratón, y es que no tenía yo más compromiso u obligación que emplear el tiempo en explorar el lugar, a veces embargado ya por el tedio. Una vez más recorría el paseo marítimo, en un momento de la noche en que las terrazas de la playa ya se animaban con los espectáculos de música y magia en directo. En un ambiente acogedor, las familias bebían y charlaban, los jóvenes montaban sus juergas en las zonas oscuras de la arena; algunos hacían deporte, corriendo o pedaleando en bicicleta, y los más paseaban sin prisa, picando de aquí y allá comidas rápidas que ofrecían los numerosos y, diríase, casi improvisados puestos callejeros. Recuerdo que mientras caminaba me quedé mirando a una joven, llamado por su indiscutible atractivo físico.
Si algo caracterizaba a los brasileiros era su facilidad para sonreír. Las personas caminaban por la calle con una expresión relajada, antípoda de la defensiva introversión que mostramos los europeos. Fuesen acompañados o en soledad, con sólo mirarlos me devolvían una amistosa sonrisa. No parecía forzada, les salía por inercia, por propia naturaleza.
Pues bien, aquella mujer de dorada melena y belleza embaucadora, no sólo me sonrió, sino que paró su caminar de samba para saludarme. Me las apañé para intercambiar con ella unas palabras básicas, y lo que la gramática no pudo lo suplieron las sonrisas y los gestos cariñosos. Debía de llegar tarde al mismo lugar que yo, porque no vio problema en sugerirme que tomásemos una cerveza en alguno de aquellos chiringuitos. Con la necesidad de socializarme que ya me acuciaba, aunque se hubiera tratado de un camionero bigotudo le hubiera tomado la palabra con lo de la cerveza; pero siendo tal ninfa, duda no había.
Al principio fue una situación divertida. Sin las prisas de otras conversaciones en brasileiro en las que me había visto hasta entonces, todo era más fácil. Se convertía en motivo de risa cada torpeza mía al inventarme palabras que me sonaran portuguesas, y que no lo eran en absoluto. Con toda la paciencia, puesta por parte de los dos, nos íbamos entendiendo mientras yo me apuntaba en la memoria cada palabra o expresión que lograba reconocer. Era importante emplear lo aprendido tan sólo unas frases después, de manera que se fijaran en mi colección para lo sucesivo. Así fue como empezaba a dar mis primeros pasos.
Me estaba empezando a seducir, con su mirada dulce y su irresistible contoneo decorando cada palabra que pronunciaba, en aquélla la lengua de más sensual sonido que yo escuchara. Pero de pronto me di cuenta de que había algo raro en ella. Sí, su manera de hablar era melosa, como la de todos los brasileiros; pero su lengua andaba más distendida que la de otros que ya viera antes. Nacida la duda, la observé con más detenimiento, y no tardé comprender que se encontraba bajo los efectos de alguna droga. Gran decepción... Sus síntomas, aunque no exagerados, me recordaban a los que produce la cocaína. En principio no era motivo para cortar una agradable conversación, pero con ello perdió para mí todo interés.
Seguimos en la plática durante un buen rato, hasta que de pronto se confirmaron mis sospechas. Lo que ahora me proponía era ir a buscar coca para renovar la dosis que llevaba puesta. Fin. Yo no tenía nada más que hacer allí, de hecho me sentía de alguna manera utilizado, engañado, aunque la muchacha, su mal vicio a parte, se había comportado dulce y correctamente conmigo. Sin titubear me incorporé, me despedí cortésmente, y continué caminando por el paseo del mar como si nada hubiera sucedido. Se quedó allí sentada, con la expresión descompuesta, asombrada tal vez por recibir una negativa a pesar de sus encantos.
Una lástima.

22 de Febrero

Próxima parada, Porto Seguro.
Dos días soporíferos habían sido más que suficientes, necesitaba cambiar de tercio. Aún era de noche cuando tomé el autobús de vuelta a Vitoria, lugar desde el que partía otro hacia mi destino. Ésta fue una de las escasas ocasiones en las que contradije mi decisión inicial de viajar de noche y aprovechar los días. El paisaje entre Guaraparí y Porto Seguro estaba repleto de los inmensos monolitos negros que ya había descrito antes. Me pareció que valía la pena hacer el recorrido con luz para poder disfrutar de las vistas. El precio fue desesperante, una paliza de once horas sentado, sin otra ocupación que mirar por la ventanilla o ver alguna película en la televisión del autobús. El premio, sin embargo, fue la espectacularidad de la naturaleza que pude observar.
Aquél era un tipo de paisaje sorprendente por original. Durante cientos de kilómetros la verde extensión quedaba desgarrada a cada poco por los ya consabidos senos rocosos, a cuyos pies se agolpaba la exuberante foresta, como esperando algo de sus alturas. No todo era bosque. La mayor parte de la tierra se había reducido penosamente a pastos; pero donde permanecían las espesuras de la mata atlántica, incluso el aire aparecía más denso, destilando una bien visible humedad, como alambique de esencias vivas. La frontera entre ambos mundos era tan brusca como la que separa los sueños de la realidad. Los retales de bosque se antojaban armada resistance, contra la violencia de los hombres, en pie, desafiantes ante quien osara penetrar su intimidad. Se adueñaban de los escarpes de aquel terreno tan ondulado, y quién sabe qué trampas tendían las marañas de selva a los pies de esa simple criatura, mal denominada humana, que se enorgullecía de su capacidad para destruir la madre que le amamanta. En la paz aparente del momento, el depredador atroz que es el Hombre, habitaba solariegas granjas en los claros, casas de una planta rodeadas de soportales de madera en todo su perímetro donde las horas de más sol y las de noche se pasaban lentas y gustosas en los balanceos de coloridas hamacas colgadas entre la pared y los postes del porche. En los valles desnudos rumiaba, ajeno a todo ello, un indiferente ganado vacuno.
Era frecuente descubrir ríos poco caudalosos entre los montes, y en las pozas multitud de niños y niñas refrescándose en sus aguas. Viendo todo ésto sentía tentaciones de pedir al conductor que se detuviera, y con gusto hubiese continuado el viaje en bicicleta, que es a lo que más acostumbrado estaba yo. Lo bueno de viajar a pedales era que el paisaje se degustaba sorbo a sorbo, y pararse, por ejemplo, a tomar un baño junto a aquellos chavales, hubiera sido inmediato, hubiera sido lo habitual. Como me hubiera quedado a recorrer las calles de algún pueblo que en autobús pasábamos de largo, sin pena ni gloria, sin contacto con la gente, ni merienda en la plaza principal.
A lo largo de los meses sentiría muchas más veces la tentación de comprarme una bicicleta y continuar pedaleando, pero me tuve que contener por no desviarme de la idea original, es decir, completar un periplo por al menos cuatro países del cono sur. En bicicleta, la misma ruta me hubiese llevado un par de años como mínimo. Pero algún día, seguro, volvería con más tiempo a pedalear cada rinconcito de aquel paisaje embriagador.
Aún así era consciente de que Brasil tenía una pega para el ciclista que no tenían otros países que había recorrido: al ser tan vasta su extensión, las áreas pobladas se hallaban muy dispersas. Con el autobús cruzábamos tramos de muchas decenas de kilómetros sin un solo núcleo habitado. Ésto añadía para la aventura ciclista otra dificultad, la falta de ayuda en caso de necesidad, accidente, picadura de serpiente... En medio de aquel vacío, quién podría socorrerme si me viera en tales extremos. Además suponía la obligación de acarrear mayor cantidad de agua y alimentos, así como tener que dormir, en muchas ocasiones, de acampada libre; hacerlo así era un placer cuando el paisaje ofrecía una naturaleza "amistosa", pero con la cantidad de animales peligrosos que se agazapaban por aquellos bosques, la idea de tener que acampar queriendo o sin querer, fuera o no fiable el terreno y su naturaleza, me daba un poco de miedo. Ésto se convertiría en una aventura muy especial si viajase acompañado, como solía hacer con Rebeca; pero no creo que fuese muy recomendable para el viajero solitario.
Los pueblos y aldeas que pasábamos se me antojaban bastante saludables, al menos desde la aséptica perspectiva de la ventanilla del autobús. Se disponían, a los lados de unas rectas y bien cuidadas calles, casas grandes con bastante espacio libre entre unas y otras. Ocupaba estos terrenos una abundante vegetación, árboles frutales en su mayoría, que proporcionaban a los habitantes un suplemento alimenticio. Más adelante podría comprobar en alguno de estos pueblos que, de la enorme variedad de frutas que crecían en Brasil, la gente cultivaba en sus "jardines" algún ejemplar de cada especie, que al madurar en diferentes épocas del año, siempre aseguraba una u otra cosecha para completar la dieta básica y universal a base de arroz y feijoao (frijoles). Vistas desde fuera, estas aldeas aparecían como parte integrante del bosque en el que se hallaban imbuídas, y a mi retina llegaban plácidas estampas de pórticos y hamacas bajo la generosa sombra de las frondas.
El viaje se hacía interminable, y aproveché incluso para estudiar un poco portugués en una pequeña guía de conversación. El autobús ofrecía un curioso detalle a los viajeros, no sé si bueno o malo: un gran termo lleno de café caliente, con un grifo del que podíamos servirnos libremente. Y sin mucho más que hacer, iba tomando uno tras otro, y a medida que lo hacía más nervioso me ponía. Era aquél un café ligero, pero superada cierta cantidad, ésta suplía la baja concentración.
Pasadas las primeras horas, poco a poco fue cambiando el paisaje, volviéndose desolador. Ya poca selva le quedaba por devastar al nunca saciado ser humano. Los reductos de resistencia verde aparecían trémulos e indefensos, viendo asomar tan cerca ya el hacha, cercados por enormes extensiones de tétricos pastos salpicados de esqueletos retorcidos, las raíces muertas y arrancadas de lo que hasta hacía muy poco tiempo, habían sido quizás milenarios árboles. Unas pocas vacas pastaban la indigna hierba que sustituía un recién destruido santuario, donde antes respiraran su serena sabiduría de siglos, ancianos árboles testigos de la Historia.
Ya era de noche cuando llegué a Porto Seguro. La estación de autobuses quedaba algo apartada del centro, así que pregunté a la gente, y en seguida me indicaron qué autobús urbano me llevaría hasta allí. Ganada la orilla del pueblo, comenzamos a recorrer callejas empedradas, estrechas y encantadoras a la cálida luz de las farolas. Casitas de una o dos alturas, pintadas en colores muy vivos, eran escenario de una ajetreada y acogedora vida vecinal. Todas las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par, mostrando sin obstáculo a sus habitantes. La calle, de ese modo, se convertía en una gran habitación más de cada casa, y al ser compartida por todas ellas, en el escenario de una rica vida social. Entraban y salían, paseaban hasta la acera de enfrente para hablar con el otro, se sumaban a los corrillos de sillas donde los amigos charlaban hasta la madrugada; en estos grupos era frecuente encontrar a los abuelos y a los niños, a las madres embarazadas como a los padres martirizados por algún chiquillo travieso. Otros corros menos numerosos eran los formados por jóvenes, que seguro andaban por otros lares montando la fiesta. Sobre los adoquines del pavimento, y sorteando a los muchos que paseaban sin prisa, jugaban al fútbol los niños que no andaban trasteando entre los mayores. El movimiento era continuo y, de fondo, multitud de sones aderezaban la magia de la noche entre amigos. El ambiente de fiesta, sin duda continuado todo el año como forma de vida, era propiciado por el delicioso clima del trópico, sin lugar a dudas. Tras la solana desmembradora del día, la noche traía el descanso del guerrero, y sin llegar a ser fresca, pues se hacía insoportable con la más mínima prenda, regalaba a todos y todas un merecido relax en que disfrutar de agradables conversaciones hasta caer vencidos por el sueño.
Me apeé en la calle principal, a un paso del centro peatonal, alma de Porto Seguro. Aunque era de noche, la sensación que me había llevado por camino hasta allí me tenía tranquilo. Aquello era muy diferente de los sórdidos recodos de Rio, que por un tiempo quedaba ya en el olvido. Con calma pregunté en varios hostales hasta que di con uno a mi medida. Un lugar económico y encantador, con un amplio patio interior. A éste salían todas las puertas de las habitaciones, y no había trozo de tierra donde no se alzaran árboles de mango en plena maduración. Era frecuente ver caer con estruendo sus jugosos frutos desde las ramas, dejando todo el suelo repleto de ellos, desperdigados, que por más que se afanase la posadera en retirarlos, siempre había otra docena al tanto. Era aquélla una dulcísima niña que no pasaría los quince años, y con su lengua vivaraz me explicaba qué ver y a dónde ir en Porto Seguro, mientras no perdía un segundo en apañar mi cuarto con sábanas y toallas.
Mi cuerpo se hallaba nuevamente molido, aunque esta vez por no hacer nada más que permanecer sentado durante horas en el autobús. Para casos como éste, en que al buen hambre no le acompañaba la gana de salir a comer a algún lanchonette, usaba yo mi camping-gas para prepararme cualquier cosa, habitualmente unos fideos chinos casi preparados, que se podían encontrar en cualquier supermercado de Brasil, y que con cinco minutos hirviendo en agua daban de cenar al más vago.
Tras una reparadora ducha me volvió el alma al cuerpo, que debía de seguirme unos kilómetros más atrás, y lleno de paz emprendí la casi ya rutina del paseo solitario. Huelga decir que, como todas las noches brasileiras, aquélla era casi oníricamente cálida, suave y benigna. Pero esta vez, el escenario, aunque evidentemente adaptado a los gustos de un nada desdeñable turismo, era especialmente lindo. Más cuidadas todavía, las calles del centro rebosaban detalles. Las fachadas, impecablemente pintadas en el habitual colorido, enmarcaban puertas y ventanas en estucados de otros colores, dando un contraste que aún más avivaba el cuadro, rematado por antiguos tejados de teja roja, a dos aguas, y que nunca coronaban más de dos alturas. A un amarillo casi hiriente con un intenso rojo en los marcos de ventanas y puertas, le sucedía una fachada de azul celeste con listas blancas y azul oscuro en los bordes y en los detalles de las yesadas. Rojos, verdes, rosas, y un sinfín de tonos llamativos y hábilmente contrastados los unos con los otros, convertían a aquella antigua aldea de pescadores en un idílico paraíso policromado. Tanto atractivo había sido aprovechado para atraer turistas, y así, cada puerta de la larga calle peatonal era una tienda de recuerdos, una posada de ambiente estudiantil, o un restaurante con luz de candelabros.
Bien iluminado, el paseo se llenaba de puestos ambulantes, vendiendo artesanía, zumos, agua de coco, comida, ropa,... Viajeros de todos los países se mezclaban en las idas y venidas de los nativos, arreglados los unos como los otros para la ocasión festiva. Y no había más fiesta, o al menos que yo lo supiera, que el faltar diez días para el Carnaval.
Al borde oriental de la calle se terminaba el pueblo en un malecón al que llegaban mansas olas de relajante sonido, y no eran pocos los que, sentados en su barbacana, contemplaban la noche emparejados.
En una explanada que juntaba la calle peatonal con el malecón, y tras haber recorrido varias veces toda la zona observando a la gente, o a los grupos que interpretaban en directo música tropical en las terrazas de los restaurantes, me paré ante un escenario montado de tablones, e imaginativamente decorado con papeles de colores, sobre el que una cuadrilla de chicos y chicas de exuberante belleza bailaban los frenéticos ritmos de moda ante el participativo entusiasmo de los paseantes que se detenían a verlos. Me resultó curioso que cada canción tuviese su propia coreografía, distinta a las del resto de canciones; y los muchachos y muchachas del público se sabían sus pasos a la perfección, compitiendo desde el suelo con los del escenario en su danza sincronizada. Exultaban alegría, y rebosaban belleza; no sólo los artistas, sino todos los chicos y chicas que se veían por la calle. A parte de que la naturaleza dotara tan generosamente a los brasileiros, el culto a la belleza, al cuerpo, a la sensualidad, no tenía parecido con ningún otro país que yo hubiera conocido. No sólo las chicas, sino los chicos por igual, cuidaban su aspecto al detalle, elegían las ropas más escuetas, eróticas y desinhibidas, y en poco más que ceñidos bikinis salían a la calle a exhibirse sin complejos. Se notaba en los cuerpos estilizados, de ellos como de ellas, la práctica habitual de deportes que los ponían tan a punto. Los más acomodados tiraban de gimnasio, pero los más pobres no se quedaban atrás, y a parte del ejercicio que hicieran en sus duros trabajos, se les podía ver improvisando un gimnasio en cualquier playa. Por ejemplo, se juntaban los jóvenes en grupos para correr o nadar, y tras ello utilizaban como pesas de halterofilia barras de hierro a las que ataban unas cuantas botellas de plástico llenas de agua.
Era aquélla la patria del bikini, de los pareados, los tops, las bermudas... Vivían para ese culto dionisíaco, y con el tiempo los llegaría a conocer hasta darme cuenta de que su única aspiración en la vida era que no les faltara sexo ni música que bailar. Con eso asegurado, no importaba nada más para ser feliz.
Por otra parte, algo que había notado desde que llegué a Rio: el exagerado culto al cuerpo femenino, a la belleza que se adapta forzadamente a unos cánones determinados, y que seguro estaría en la raíz de muchos complejos y frustraciones entre las chicas que no lograran ponerse a la altura. La publicidad se servía de ella de una manera desproporcionada, más aún que en España. Generosas curvas, formas sensuales, miradas y poses eróticas o casi pornográficas, podían anunciar una cerveza, una tarjeta telefónica, un cepillo de dientes, o la entrada a una gasolinera. La mayoría de las revistas que se vendían en los quioscos eran puramente eróticas, creando un escaparate de desnudos integrales apilados en un mosaico rosado.
Y es que no se podía negar que la belleza de las brasileiras era espectacular (y de los brasileiros, por supuesto). La más completa gama de mezclas raciales había generado chicos y chicas con la robustez y atletismo de los africanos, los rasgos finos y la piel más clara europeos, el exotismo oriental… Todas las proporciones, desde la mezcla total hasta las no mezcladas en absoluto. Se distinguían fácilmente las miradas de genuino fado portugués, ojos unidos por un arco en punta, algo hundidos, con esa sonrisa de aspecto melancólico siempre presente. El componente africano aportaba, en todas sus proporciones, ojos grandes, oscuros, sensuales y orgullosos, que transmitían seguridad en su mirada penetrante, que no dejaba indiferente. Como decían ellos, miraban como lo que sentían ser: descendientes de reyes africanos.
Y era raro encontrar a alguien que no luciera un cuerpo más que perfecto, voluptuosamente moldeado y dorado al sol, caminando con la espectacularidad de la samba. Las mujeres desfilaban a un paso relajado, seguro, acompasado por un ritmo imaginado, acompañado por los brazos; las manos parecían acariciar el aire al final de su recorrido, y los hombros se alternaban con la cadera en su contoneo. ¿Era una habilidad natural, o todas ellas se esforzaban en aprender aquellos movimientos sinuosos e hipnóticos? Aquellas mujeres eran conscientes del poder que ejercían sobre los hombres, y su pose era el reflejo de una actitud de autoconfianza, de seguridad en sí mismas. Eran reinas, y lo sabían, y lo hacían ver. No heredaban la cultura represiva europea, carecían de complejos.
Los chicos no se quedaban atrás. Dedicaban parte de su tiempo al deporte, pero no sólo los pertenecientes a clases acomodadas: era algo generalizado. Incluso chicos curtidos por el trabajo diario que ya los moldeaba bastante, dedicaban las tardes a jugar a fútbol o voley en la playa, o a hacer

23 de Febrero





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